La virtud es inherente al hombre y a la mujer, como lo es el vicio. El filósofo Jacobo Rosseau proclamaba que el vicio, o el mal, nacían con aquéllos; por lo que, de ningún modo, se podía considerarlos como puros e impolutos de toda mancha, al nacer. Y Horacio llegaría a afirmar que “ninguno nace libre de vicios, y el hombre más perfecto es aquél que sólo tiene los pequeños”.Sin embargo, la teología católica viene a concluir que el vicio es producto del pecado, pero que confesado éste, puede persistir la blancura de la inocencia de manera sin die, si se ayuda éste de la gracia que Dios otorga. Aunque también habla de pecado original, heredado de nuestros primeros padres, Adán y Eva, y que ha de quitarse con el bautismo.
Aunque ha habido varios posicionamientos al respecto, se ha de afirmar, en términos generales, que la vida, al fin y al cabo, es la que va manchando el espíritu humano, al contaminarse de los errores subyacentes, de los falsos caminos transitados, de los roces habidos con sus iguales, en sociedades, numerosas veces corruptas, que les ofrecerán buenos caldos de cultivo para ir desarrollando las cadenas de vicios con que titulamos el presente artículo.
Pero la posesión de los vicios no es lo peor, sino mantenerse en ellos, ya de por vida, por esa comodidad que supone el no esforzarse en quitarlos y erradicarlos tratando de ser cada día mejores ante la sociedad y el mismo Creador que nos dio el ser. Ese estado permanente de vicio es hacer un monumento abierto al más desaforado epicureísmo, que aminora la dignidad de las personas, las merma de vigor moral, y aboca al que en ellos se mantiene a desembocar en simas de destrucción moral.
Ya el mundo clásico, con Roma a la cabeza, se estimaba en alto grado la virtud y se despreciaba el vicio. El ejemplo del poeta Horacio nos lo demuestra de forma elocuente, cuando llega a decir: “Los buenos aborrecen el vicio sólo por amor a la virtud. Tú no harás culpable de nada por temor al castigo”.
Muchos han sido los autores, filósofos, escritores y hasta poetas, que han sentido un deseo ferviente de hacer disquisiciones sobre el vicio, por aquello de que es algo inherente al hombre, que siempre necesitará desligarse de él, si quiere adornarse de una vida digna y honorable, pues vivir en el fango del vicio no des lo más digno para él.
Es cierto que el hombre está buscando siempre la felicidad, y al estar en este permanente intento, sin darse casi cuenta cae en el vicio; es decir en una vida de acusado epicureísmo que pone lastre a sus alas que lo han de encumbrar a las alturas de la virtud. LO que pasa es que caer en el vicio, sea de la naturaleza que sea, siempre nos cuesta muy poco; lo arduo y lo peor es desear salirse de él, pues, como dice Confucio, “los vicios vienen como los pasajeros, nos visitan como huéspedes y se quedan como amos”. Y esto es lo peor.
No todos los hombres caen en el mismo vicio, pues éste es resultado del ambiente en que se ha vivido, en la educación recibida, en las circunstancias que se suele permanecer durante un largo tiempo, pues cada lugar, cada ambiente, cada situación, tiene sus peculiaridades propias, acumuladas a través del tiempo.
Pero el vicio que, al principio, puede sorprenderte, y producirte, en el fondo un estado del alma poco grato, porque sabes que no sigues una senda recta, ética y moral, como lo exigen cualquier regla de todas las sociedades modernas, si no tienes el valor y el denuedo de salir de tal postración, puede que tales vicios se conviertan en simples costumbres. Esto lo llegaría a decir nada más y nada menos que el filósofo Séneca. Aunque también es cierto que no pocas veces decidimos disimular tales taras, porque en el fondo a nadie le gusta que se las echen en cara.
Como también suele suceder que cada vicio, como bien lo han testificado la vida y el hábito conocidos por todos, todos los días, es que traerá siempre su consiguiente excusa, porque siempre queremos quedar bien ante los demás, echando las culpas a cualquier pretexto. Y el supremo vicio es la angostura del espíritu, la pobreza de esa interioridad que ha de brillar en el hombre, todos los días de su vida. Porque el hombre y la mujer no sólo son envolturas de carne, sino contenidos de alma, de intelecto, de sentimientos, de espíritu de sacrificio…
Luego están los que llamamos los “pequeños vicios”, que, según asolemos decir, no tienen mayor importancia. Craso error. Lo que pasa es que no es difícil pasar de tales nimiedades a tener grandes vicios, viniendo luego los grandes problemas. Una mínima porción de droga, que iniciamos como jugando puede llegar a acrecentarse de manera muy peligrosa, llegando a situaciones irreversibles. Y como la droga, el juego, el tabaco, y todos esos pormenores que, por lo general, no hacen daño, pero puede suceder todo lo contrario.
También es preciso afirmar que el vicio es más ruidoso, que se oye más, que se hace más patente en la vía pública, cuando la virtud discurre por la vida de forma silente, generosa con los demás, y poco proclive a mostrar las excelencias propias. Son los humildes, los modestos, incluso los grandes hombres que, a pesar de su sabiduría y conocimientos suelen ser modestos en sus manifestaciones, nunca dando importancia a sus hechos y logros.
Una última consideración sería aquélla en que solemos vanagloriarnos de haber dejado un vicio, por lo que enseguida se lo contamos a nuestros amigos, pariente, conocidos y familiares. Todo ello es señal, que, al fin y a la postre, despreciamos el vicio, de todas maneras, y sin paliativos. En caso contrario, no solemos decir que permanecemos en la estacada, como si tal cosa. O bien no faltan los que dicen que son incapaces de abandonar éste o aquel vicio, aunque, en el fondo, tal salida viene a ser un subterfugio para permanecer él.