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El glamour del teatro

11 julio 2014

Desde siempre, el hombre siempre ha querido representar lo que ha realizado, previamente, a lo largo de la vida.

Desde siempre, el hombre siempre ha querido representar lo que ha realizado, previamente, a lo largo de la vida. Representar cuanto ya hizo, cuanto amó o despreció, cuanto deseó o intentó subir por las paredes abruptas de un egoísmo sobredimensionado y la pasión más desenfrenada, por las simas de la muerte y del homicidio, de las empresas fallidas, o de los triunfos conseguidos.

Grecia y Roma elevarían estas representaciones a tramos de suprema perfección, cuanto el ciudadano de aquellas sociedades deseaban ver, con voluptuoso placer, tales vivencias, con hechura y grandeza tales que no han sido superadas en los siglos posteriores, por mucha mercadotecnia que se le echara encima con los más sofisticados medios posmodernos.

Una representación puesta en encima de unas tablas como proscenio glamuroso, frente a un graderío exultante repleta de público, que vociferaba y se lanzaba con voracidad a ver y observar el quebranto del bien o lo excelso de la virtud, la exageración de lo torrencial, el barroquismo de lo excesivo y el retablo abigarrado de lo impactante. Todo eso, y más eran los contenidos de tales exhibiciones escanciadas encima de unas tablas que serían sagradas y hasta veneradas.

Por eso la representación teatral no era otra cosa que volver a ver, o supervisar cuanto ya había creado o producido el hombre, autor consagrado a la diosa Thalía, bajo dimensiones de la más descarnada realidad, ya desde su corazón y desde su cabeza; en cuya doble sartén se habrían de freír los manjares de su incipiente cultura, o se cocieron en el puchero primario de sus profesados valores y principios asumidos, los frutos más exigentes para el paladar teatral, ya muy refinado, y todos ellos extraídos del hondón del alma.

Y no le demos vuelta. No otra cosa era el teatro y lo mismo sigue siendo. Un volver a contemplar cuanto ya de antemano se ha realizado. Un regresar a la fuente nutricia de la que manó el agua de la sabiduría humana, hecha de tropiezos y errores, de engaños y éxitos, de trabajos y dulcedumbres, de deseos cumplidos o proyectos frustrados…; como de tantas corrupciones que mancharon la piel de tantos por mor y servidumbre de pasiones y deseos inconfesados.

Un supervisar, un volver a revisar, ya de forma “teatral” y preparada “ad hoc”, con la suficiente perspectiva cuanto, previamente, ayer, o anteayer, o hace años, se había llevado a cabo en las páginas de personales biografías, con amores y desamores, con dramas y tragedias, con risas clamorosas y penas insondables o con punzantes pasiones que llegaban hasta las alturas etéreas; donde los dioses del Olimpo observaban, complacidos, lo que los actores habían quemado en el altar de la vida. Por ello acogían con agrado todo este ofrecimiento realizado con el máximo glamour y entusiasmo, lo que haría que contuvieran su ira siempre a punto, y fueran, de este modo, benéfico para sus intereses…

Pero no hay que perder de vista que tales representaciones no fueron la mimética copia de cuanto acontecía en la calle negra de un episodio, simplemente doméstico, en el rincón maloliente de cualquier día de la semana, en la rutina de los días sin calendario concreto; en pequeñas escaramuzas entre unos y otros, en la faena plural del tajo esclavo de unos hombres y mujeres que se ganaban el pan, de manera silenciosa y exenta de ruido. No. Ni mucho menos.

Se trataba de representaciones clamorosas, subidas de tono, a lomos de la sorpresa más brutal, siempre en la cima de la tragedia, o en la sima del dolor más agudo, o en el deseo más profundo de que algo no sucediera, o fatalmente ocurriera, y al fín, se materializaba…

Representaciones que siempre estaban en el filo de la muerte o en su seno declarado, con tal de estremecer las vísceras de aquellos espectadores que acudían a los teatros como hoy acuden las masas de todos los continentes a ver un partido de fútbol en el estadio del Maracaná brasileño, en los actuales Campeonatos Mundial de Fútbol, como hoy van a una corrida de toros, porque los toros son de la ganadería más selecta y van a jugar con la muerte toreros de la más alta categoría del arte de Cuchares.

Un teatro que fue excelso en geniales creadores de la escena griega, como Esquilo, Sófocles y Eurípides, todos ellos sublimes a la hora de llevar a las tablas sagradas de cualquier teatro de piedra, los proyectos más hondos que el hombre podría urdir en su corazón y en su cabeza. El primero con obras inspiradas en leyendas tebanas y antiguas ( “Las suplicantes”, “Siete contra Tebas” y “La Orestiada”), en mitos tradicionales (“Prometeo encadenado”), y en las hazañas de las Guerras Médicas (“Los persas”)…

El segundo, Sófocles, con las obras: “Antígona”, “Ayas”, “Edipo en Colona”, “Edipo Rey”, “Electra”, “Filoctetes”, “Las Traquinias”…, todas ellas tragedias ya con formas definitivas, en que sustituyó la trilogía encadenada (tres episodios del mismo mito), por la trilogía libre (cada drama era autónomo) .Al mismo tiempo que modificaría el sentido trágico haciendo de la evolución del protagonista y de su carácter una parte esencial de la manifestación del destino y de la voluntad de los dioses.

Y el tercero, Eurípides, con un teatro marcado por las revueltas de la guerra del Peloponeso, como “Alcestes”, “”Medea, “Hipólito”, “Andrómaca”, “Hécuba”, “Las suplicantes”,”Ifigenia en Táuride”, “Electra”, Elena”, “Las fenicias”. Sus innovaciones dramáticas han hecho que tales obras hayan alcanzado el más alto grado de modernidad.

Todas fueron del más alto glamour, todas fueron alardes de grandes genios y de sutiles ingenios, la carpintería teatral y los adornos exclamativos llegarían al más alto grado de perfección. Tan es así que, todavía, al filo del primer tercio del siglo XXI, los autores modernos se ven obligados a seguir tomando como modelos tan altas expresiones de la más excelsa representación.

Habrán cambiado los tiempos del estilo, de temple, de ciertos tics propios de la vida moderna, habrá cambiado la mentalidad, el saber estar y el propio ser que da la civilización y la cultura modernas; pero la esencia del teatro continúa inconmovible, enhiesta, sin perder un ápice del brillo primigenio, sin perder ni el olor, ni el sabor, ni el aroma de lo sublime, de la fuerza de la tragedia en su más alto grado de muerte y destrucción, de aquellos principios que daban la orientación más honda a los sentimientos humanos.

Hoy, en estos días, en Mérida, se vuelven a representar las grandes obras del mundo grecolatino. Hoy en Mérida en su teatro se ha vuelto a crear el milagro de la belleza incontaminada. Hoy en Mérida, acuden en riadas muchedumbres para empaparse de cuanto los más altos creadores escénicos parieron para solaz y alegría, contento y disfrute de tanta perfección, que seguro es que no podrán ser superados en sus líneas generales. El llamado “mayor trágico del mundo”, como era Shakespeare, hizo cosas excelsas, pero no mucho más altas que las que realizaron los tres grandes monstruos griegos citados.

De todas maneras, seguirá el teatro con su glamour, con su grandeza, con su misterio, su fuerza y su vértigo, sus dolores y angustias, sus muertes y sus glorias, su épica y sus epopeyas, sus guerras y trifulcas llenas ruido y sangre, porque todo ello está en la misma masa del alma y el espíritu del hombre, en todo tiempo y lugar.

Seguirá el teatro con todas las cadenas de la incertidumbre, con los racimos inacabables del desasosiego, de la angustia, de las amarguras, que tanto hacían vibrar a todos los públicos, de los menestrales y de la nobleza, del criado y del soldado, del general y del marino, que tanto sabía de proezas en el mar azul o embravecido.

Y continuará el teatro con su éxito siempre enhiesto, fresco, vertical, contra viento y marea, contra todo obstáculo que se le presente. Y seguirán su drama y su tragedia como en el primer día, llena de clamor por lo altivo y lo sublime, la desgracia y lo torrencial en el amor, las soflamas y el misterio, de altura y bajura, de sima y de cima, con soluciones para el alma aterida de frío y tragedia para el sentimiento más vivo, para el desencanto más sangrante, para el ciudadanos más desvalido, para el opulento y el pobre, para el rico y el menesteroso…Y para todo aquél, en definitiva, a quien le apasione los platos fuertes de la vida.

Se ha dicho que el teatro es provocación. Y dicen bien. Un teatro alicaído, somnoliento. Sin pulso y sin miedos. No es teatro, porque no se ponen en tensión los manubrios del alma, porque se quedan quietos, sin temblor, los pentagramas del espíritu, porque no hay vida en lo que realiza todos los días de manera maquinal y reiterativa, de forma desangelada y de forma gris, sin aliento.

Y se ha dicho que el teatro es, ante todo, arte, como puede ser arte el más grande cuadro del más grande pintor, como es el lienzo de Velázquez, “Las Meninas”; como es el “David de Miguel Ángel”, como es el Partenon, como es “La Gioconda “ de Leonardo de Vinci. Un arte sin costuras, excelso, limpio, directo, sin dobles intenciones por cuanto va hacia el centro del corazón y las fibras más delicadas de la cabeza.

El teatro, se ha dicho, también, que es la forma de expresión más completa. Hay poesía, y hay prosa, entonación y miedos, angustias, alegrías, altura de miras y asesinatos…En él está encerrado todo un mar de sentimientos: de la novela, de la tragedia, del drama, del ensayo, del poema, y de todo cuando la mente humana puede construir en sus ratos de lucidez.

En el teatro hay violencia y mansedumbre, tristeza y jolgorio, deseos y cumplidas promesas de amor y de venganza. Y tiene mucho de cine, de “varieté”, de pasatiempo, distracciones en latifundio, y todo aquello que se necesita para matar el tiempo…Y hasta metodología y pedagogía, para decir a las gentes cómo deben vivir, como advertía nada más y nada menos que Tenesse Willians.

El teatro tiene diálogos alucinantes, embriagadores, impactantes, humanísimos, electrizantes, y todos ellos metidos en el hondón del alma y en el resuello de los sentimientos más sinceros, aunque, a veces, retorcidos, según la obra representada.

El teatro es una verdad generalizada escribe Torton Wilder; como este autor mismo hará reflexiones sobre el drama, de quien expresa que es inseparable del movimiento de la acción.

Y es el teatro, como afirma Eugene Ionesco, “una construcción viva”. Y es que de otra manera, si el teatro hubiera nacido muerto, hubiera dido imposible que se hubiera prolongado hasta nuestros días. Una cosa viva, pervive, y una cosa que irrumpe muerta, muy pronto se desvanece.

El mismo famoso autor no tiene inconveniente en dejar plasmado que la “fábrica” teatral es una “arquitectura en movimiento”. Que es la mejor manera de no morir, de estar en todas partes, de ir de aquí para allá, de seguir siempre en la brecha de la épica vital, en la faena diaria de lo más prosaico, y, al mismo tiempo, con ese pellizco de lo que hace saltar al hombre y a la mujer espectadores apasionados del teatro, que contemplan heroicidades impensadas o ya vistas, pero siempre con altura de creatividad.

Y el teatro es juego, y ensayo, y divertimento, y señuelo, y mañana y noche, y grito y susurro, y construcción de valores y destrucción de honestidades. El teatro viene a ser, igualmente, un directo y excelente medio de enseñar, adoctrinar multitudes, y a las gentes más diversas para que sigan, inexorablemente, quizás, estas u otras pautas de conductas.

De ahí que todos los centros escolares siempre han perseguido el prurito de poner en escena los mas importantes valores de la vida, para que, de esta manera, los alumnos puedan imitar las grandes gestas de los héroes, para que puedan seguir la senda del bien y desprecien el mal, para puedan ir asumiendo todo aquello que pueda reportarle para la ciudadanía, en los tiempos futuros o en los que ya les tocó vivir.

No obstante hay un autor dramático, muy famoso, español, concretamente Jardiel Poncela, que no tiene empacho en afirmar que el autor que se empecina en realizar un teatro educativo se habrá de encontrar sin público al que poder educar.

Como puede otear el lector que me sigue, que no es por otra cosa porque, en cuanto se mete por medio la ganancia de los que se dedican al teatro, todo se puede venir abajo. Como tantas veces en la vida. Como tanto sucede en todo proyecto humano. Como tanto se repite en cualquier empresa, porque, como ya decía Quevedo en el siglo XVII, “poderoso caballero es don dinero”. Y aquello de “dinero, dinero y dinero”, de Napoleón.

Y claro está, no hay que menospreciar el problema del éxito. Y es que un teatro por muy bueno que sea, por muy alto que sea su andamiaje escénico, por muy buenos actores que se dejen el alma en las tablas…, sino el teatro no llega a los espectadores, lo primero que va a florar es la ruina del empresario, el fallo estrepitoso de los actores, la malaventura de cuantos trabajan tras las bambalinas, y del más insignificante colaborador teatral…

Y esto lo dirá el gran Jacinto Benavente, que tanto sabía de escenas, de pasiones y desventuras teatrales, de cielos y de infiernos escénicos: “El verdadero arte del teatro es hacer negocio, y el verdadero negocio es hacer arte”. Es cierto que no se queda el ilustre comediógrafo en lo puramente crematístico, porque, a renglón seguido, añade que el arte es consustancial al teatro, a pesar de ese dinero que es la grasa que hace que rueden los rodillos de la mejor escena.

Porque si sólo fuera el vil metal la palanca que sólo hubiera hecho rodar el teatro clásico, desde hace más de veinticinco siglos, hubiera sido un milagro que hubiera llegado a nosotros, ciudadanos del siglo XXI. Pues sigue en pie el genio y el ingenio del autor teatro, el aliento de los actores, la llama de las programaciones espléndidas, la explosión de las luces, el glamour de unas tablas bien ensambladas con la tragedia y el drama de los diferentes e innúmeros textos que se ha de desarrollar…+

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