Para el que escribe con asiduidad estar entre los tres vocablos mencionados en el título de este artículo, viene a ser como estar en la mesa camilla de su casa, en placentera comunicación con alguien de la familia, o con amigos muy estimados. Y es también, como no salir de uno mismo, aunque la expresión verbalizada, pronto se ha de disparar hacia afuera, porque las ganas de comunicar siempre están a flor de piel.
Vamos a hablar de palabras, de máximas y de citas. Y de proverbios. Ahí es nada. Todo un mundo para llamar a las cosas por su nombre. Para llevar el alma a los senderos de la belleza verbal. Para decir y contar cosas que nos han sucedido. Para mostrar a todos el sol de la verdad y el encanto de un poema mientras, en la noche, las estrellas brillan más. Para saber que el idioma es la cosa más bella que Dios dio al hombre. Para ganar siempre la esperanza de ser mejores con todos (con la palabra en ristre, y con la máxima y la cita), a los que les damos la mano aunque sean nuestros adversarios.
Y también, para cantar, en fin, canciones exultantes de vida y huir al tiempo de la envidia, para beber el agua de la esperanza, junto a todos cuantos sientan deseos de amar, sentir y subir a la colina de la cultura, o bajar al fondo de una mina con minerales de oro, que serán siempre el bien contra tantos males que nos hacen tantas veces desgraciados…
Vamos a hablar de las palabras. Pero ¿qué es la palabra? La palabra responde a muchas cosas. Es camino hacia la búsqueda de cuanto nos interpela e interroga en nuestro diario bregar. Y es ventana que suele estar abierta a la fascinación literaria, hermosa pieza de comunicación y joya verbal. Lo cual siempre supondrá la mayor motivación para apasionarnos en la búsqueda de su aguijón, del frescor de su solaz y de su gran multitud de matices.
A la vez que, en tarea tan sugestiva, trataremos de hurgar en sus interioridades; pero nunca habrán de faltar los muchos que la falsean, la enmascaran o la llegan a despreciar con verdadero desdén, porque, a lo peor, no les vale para sus trapisondas, con que tratan de “vender” sus averiadas mercancías.
Mas nunca faltarán los que hacen de ellas verdaderos monumentos de belleza, de estética altísima, o de reclamo de valores que es preciso exaltar para beneficio del lector o del oyente. Como jamás, en este impulso creador, estarán ausentes los que siempre hacen guardia junto a las mismas, como los grandes poetas, excelsos prosistas y los más agudos ensayistas. Porque es su más hermosa herramienta para dar brillo a la voluntad y al genio humanos.
La palabra es, ante todo, clave de arco, en los senderos y caminos de la razón, que no deja de buscar su verdad y su profunda misión de comunicar los más diversos aspectos de cuanto existe en el mundo de los mortales. Y es luz ante la torpeza de los hombres y mujeres, que llevados de ambiciones y utopías, en ocasiones caen en crasos errores. Y es también pasarelas hacia el saber y hasta sorpresas de épico perfil.
Y puede ser, no pocas veces, brisa para toda ceguera intelectual, o es heraldo que anuncia el fulgor de unos textos, de tersa elocución, que embellecen nuestra aventura terrenal. Como, igualmente, pudiera ser una osada falacia demagógica, o podrido panfleto político, o un corrosivo humo tendencioso, cuando no una barroca proclama de herejía, o ritual catecismo religioso…
¡Qué poderío, pues, tiene la palabra! Como un caballo blanco y poderoso arrolla cuando quiere a los que considera enemigos, que lamina a sus adversarios, que pulveriza las añagazas argumentales, que distorsiona dogmas y principios, y que puede insultar a las mentes más preclaras en aras de la mentira y de intereses bastardos…
Una palabra que, sin la menor duda, posee peso, olor y sabor, y hasta una enervante música colgada de pentagramas de plata, como los que aroman los versos de San Juan de la Cruz. Palabra que, sin pelos en su lengua de papel, es capaz de denunciar corrupciones y aplaudir sólidas conciencias, o convertirse en vehemente lanzadera en aras de conseguir mayores conocimientos, de ésta y aquella materia.
Mas, cuando la palabra se coloca en el estuche, siempre apasionante, del libro, puede ocurrir, amigo lector, como tú bien sabes, que todos los asombros estallen al unísono: Pues, ¿qué es lo que sucede cuando se lee el Quijote, de Miguel de Cervantes, o la Ilíada de Homero? ¿Y qué cuando abrimos la Biblia o descubrimos la Divina Comedia, de Dante Alighieri, un día buscando cartapacios polvorientos donde investigar?
Entonces, amigo lector, como tú bien sabes, las palabras, las expresiones, se convierten en cítaras que cantan la mejor novela, la suprema epopeya, el relato trascendido de mesiánicos profetas y una de las cumbres universales de la poesía…
Pero no todo es oro, como tú también sabes, lo que reluce, porque las palabras, por desgracia, se pueden envilecer, encanallar y corromper, de manera irreversible. Lo que suele ocurrir cuando se escancia en vasos de cieno con textos llenos de “erratas” ideológicas, y “tildes” que acentúan maldades y perversidades.
El “Mein Kampf”, de Hitler, sería un testimonio incontrovertible, amurallado de odio, de fango y basura para el que, con buena voluntad, a él se acercaba. Y, por el contrario, los Evangelios de Cristo, el ejemplo más excelso de seducción religiosa al mundo por su mensaje trascendente. El primero, una explosiva manifestación destructiva. El segundo, manantío caudaloso de fe y esperanza.
En los tiempos que estamos atravesando, como podemos, hay de todo en el universo de las letras. El que escribe primores con giros y párrafos de luz y brillo incontestables, quienes pergeñan con fuerte brío el ensayo, sabe ahormar tesis brillantes o conoce el arte de redactar un artículo de arquitectura y gusto insuperables.
Pero, al tiempo, no dejará de cabalgar la pluma del vacuo escritor o del periodista mediocre, que se obstinan en llenar las páginas en blanco con textos sin alma y escaso sentido. O tratan de embaucar al lector con reflexiones de rocambolescas aventuras, con el impudoroso deseo de camuflarlas con toda clase de tretas, ardides y manejos.
O como, y no pocas veces, no faltan páginas, que, cual “abejas llevan el polen a una inteligencia a otra”…Y hasta nos sorprenderán esas hermosísimas palabras que, con sangre de espíritu, entonan vibrantes odas a la patria…
Y hablemos, seguidamente, de máximas y de citas. De aforismos que no son más que apretadas sentencias que nos producen pensamientos hondos, la reflexión sesuda y no pocos interrogantes. Verdades pequeñas y grandes, destiladas de la misma vida, que servían para vivirla lo mejor posible, con las manos en los hombros del pasado siempre aleccionador.
Abundan las malas y buenas sentencias; aquélla producen mucho daño, y éstas, los mayores bienes; con aguas limpias las buenas, y prutrefactas las malas. Todas ellas arrancadas de esa multitud de experiencias que llenan la historia del hombre, en los más diversos momentos de una larga existencia.
Todos los grandes escritores y autores han “fabricado” sentencias, aforismos, citas y máximas. Porque siempre las han considerado verdaderos pozos de sabiduría para que puedan aleccionar al ciudadano en todo tiempo y lugar: Cervantes, Francis Bacon, Goethe, Pascal, Séneca, Horacio, Agustín Hipona, Samuel Johnson, Plauto y Alfred Musset…
Todos ellos nos han dejado verdaderas perlas de las que se pueden succionar auténticas minas de sentencias valiosas para la formación del espíritu más selecto; de las que sacar el zumo incontaminado del consejo más sabio, que no podremos despreciar porque en ello nos va nuestra suerte en la larga travesía de la vida; de las que extraer rutas y sendas que nos eviten caer en simas de perdición moral, y en tantos agujeros negros tan abundante en los tiempos actuales…Porque los valores están subestimados, o perdidos, o recluidos en el rincón de los trastos viejos y obsoletos…
Sentencias que se han desbordado, caudalosas y generosas, en los más diversos capítulo de la ciencia y de las letras, sobre la vida y la muerte, sobre ricos y pobres, sobre deseos y venganzas, sobre guerras y paces, alegrías y tristezas, bondades y perversiones, sobre la modestia y la soberbia, la vigorosa valentía y los gestos cobardes, sobre la procacidad y la mesura, la hidalguía y la honradez…Y en las más sorprendentes versiones de este camino, largo y abrupto, que es nuestra trayectoria humana.
Máximas que escanció el ermitaño, el sabio de calva limpia y mente luminosa, o el profesor con muchos años a la espalda catequizando, o adoctrinando, o dando el agua limpia del conocimiento incontaminado, vertical y válido para todo tiempo…
O esas citas que tantas veces hemos utilizado para hermosear nuestros textos, no pocas veces frágiles, y que es preciso ahormarlos con el genio y el ingenio de tantas mentes lúcidas que alumbraron muchos sabores y olores a la andadura dolorosa del trabajo, en cualquier “tajo”, y en cualquier circunstancia…
Citas llenas de sabiduría, con reflejos en proyecciones de gran calibre conceptual; citas maduras y lúcidas del científico que, durante muchos lustros, quemó su inteligencia en las horas más largas de unos días interminables en el sacrosanto rincón de un laboratorio, del que luego sacará todo un cúmulo de experiencias, que, a su vez, nos darán pie, a nosotros los “obreros” de segunda fila, para definir conceptos, señalar las fuentes en las que hay que abrevar los hallazgos de nuestras investigaciones, formular teorías y redactar todo tipo de pronunciamientos, por medio de los dispares medios de comunicación.
Máximas, opiniones sincopadas, citas escuetas y llenas de relumbre y hasta glamour; palabras enjundiosas, sentencias cortas, pero hondas en forma y fondo por su gran calado mental, que tantas veces hemos em+pleado en nuestras tareas intelectuales; aunque sin dejar de mencionar a las que nos llevaron por caminos de la falsedad y el error, libremente, sin pensar. Donde el amor pudo ser cima y sosiego, pero no lo fue; donde el deseo pudo ser puro, pero no lo fue; donde la voluntad, en ocasiones, se equivocó, aunque, posteriormente, rectificó; donde el drama se pudo volver tragedia, el valor en antivalor, las verdades a media en señuelos fugaces y erróneos a lavez, por mucho que lo quisimos vestir de sapiencia, que siempre sería barata y sin peso, inodora e insípida…
Pero hubo máximas y citas hermosas, altas de moral y altivas de ética. Y proverbios llanos y sencillos como la palma de una mano, pero llenos de erudición campesina y recia, sin recovecos ni falsas filosofías. Cono no queremos olvidar esas máximas que son consideradas por muchos como los gérmenes de todo bien, las que, fuertemente grabadas en la memoria, nutren la voluntad, en frase certísima de Joseph Juber.
Máximas con tan enjundia que Somerset Maughan no ha tenido empacho en asegurar que, junto a los proverbios, son el último refugio de los desamparados. De su abundancia nunca dudó Pascal, cuando escribió que todas las buenas máximas están en el mundo; sólo hace falta aplicarlas. Aunque, por otra parte, no faltan los que las menosprecian, expresando:“Odiemos las máximas: la vida es ondulación y contradicción, no síntesis”. Era la voz de Sthendal.
De todas formas, en términos generales, toda máxima se suele presentar con ese carnet de identidad cuyo aroma de antigüedad y de autenticidad, dado el tiempo que ha estado siendo paradigma de muchas virtudes y valores, es evidente, sin paliativos.
Como las citas felices, las cuales es ocioso decir que provienen de talentos y de ingenios con mucha tradición lectora, con una gran carrera de haber experimentado y vivido las experiencias culturales de mayor exigencia intelectual. Porque un castillo de sabiduría, una montaña de conocimientos no se improvisan jamás, sino tras de mucho dolor sufrido en su adquisición, después de mucho tiempo gastado en el estudio de cuantas piezas conforman el cuerpo estructural epistemológico que desearon alcanzar. Que sería, en definitiva, de investigación e interiorización, despaciosa y llena del máximo rigor. Porque un edificio construido en arena, al mínimo movimiento de aire, se vendrá abajo.
Horacio, poeta latino clásico y hombre tallado en el más inspirado hondón de saberes literarios llegó a dar a las máximas hasta poderes taumatúrgicas. De ahí que señalara, de forma solemne y apodíctica, que hay palabras y máximas con las que puedes aliviar tu dolor presente y aligerar gran parte del mal. La misma cita literaria (para la que éste que firma el presente artículo ha tenido los máximos respetos), según algunos, ha de contribuir, en alguna medida, a la estabilidad o al incremento del lenguaje.
Hasta los refranes que son vasos pequeños de decires y saberes llenos de sabiduría, con un cierto aroma campestre, también han sido unos singulares referentes a la hora de probar determinadas frases como auténticas verdades, siempre muy plausibles; aunque, por otra parte, se ha llegado a afirmar, precisamente por nuestro mejor novelista de la historia hispana, Miguel de Cervantes, que el refrán que no viene a propósito, antes es disparate que sentencia.
Y ni que decir tiene que, en muchas ocasiones, una sola cita, bien basada en el rigor de que se trata de algo verdadero e inequívoco, puede servir para afianzar determinados conocimientos que, quizás, quedaron prendidos por un solo hilo a nuestra memoria. Pero, como de todo hay en la vida del Señor, están los que, viceversa, llegarán a significar, sin descomponer la figura, que hay que odiar las citas, para dar paso a lo que realmente se sabe.
Pero, no obstante, la cita y la máxima, los proverbios con su sello de autenticidad, teórica y práctica, han de poseer la patente de ser piezas que puedan configurar muchos de los conocimientos que van conformando nuestro acervo cultural; aunque, claro está, nunca nos deberemos parar en estas dosis pequeñas de sabiduría, sino siempre ir más adelante, profundizando con estudios arduos, de hondos contenidos, investigaciones rigurosas y análisis sesudos con los que se puedan demostrar las tesis en liza.
Aunque siempre, es obvio, habrá quien defienda en esto principios maximalistas, que nos vienen de declarar, abiertamente, que una palabra, una anécdota, una máxima enseñan con frecuencia más que todos los tratados públicos. Tesis que se puede completar con esta otra que defiende que la sabiduría de los pueblos reside en sus proverbios, dotados de brevedad y sustancia…