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El hombre busca la felicidad

02 julio 2014

El hombre, a través de la historia de la Humanidad, siempre ha sentido quiebras. Siempre ha echado en falta algo. Siempre ha visto que su vida ha tenido feas costuras, de esta u otra clase, que le harían sufrir mucho.

El hombre, a través de la historia de la Humanidad, siempre ha sentido quiebras. Siempre ha echado en falta algo. Siempre ha visto que su vida ha tenido feas costuras, de esta u otra clase, que le harían sufrir mucho. Siempre el hombre y la mujer, nunca vieron su vida colmada de bienes y beneficios. O poquísimas veces. Y no hubo momento, en sus respectivas biografías, en que no se quejaran de algo.

El hombre y la mujer, desde que, según la Biblia, fueron arrojados del Paraíso Terrenal, sufrieron enfermedades, tuvieron que aguantar desgracias, vieron, muchas veces, su patrimonio destrozado o disminuido, y fueron, en algún momento, víctimas de robos, fraudes, engaños y de toda suerte de desgracias, sin cuento. ¿Actitud pesimista ante la vida? No. Realismo verdadero y que puede constatarse en cualquier hijo de vecino.

Era así su condición, tras haber desobedecido a Dios, después de negarse a seguir por la senda que Éste le trazara, según sus mandamientos. Una desobediencia que, a la luz de la Teología, todos sus sucesores perdimos los grandes tesoros que el Todopoderoso nos tenía guardado para nuestra larga y suprema felicidad. Sin poros ni manchas, ni agujeros negros.

Tales premisas hicieron que tanto el hombre como la mujer no tuvieran otra alternativa que luchar contra las adversidades sin cuento, que fueron apareciendo a lo largo de una vida, siempre llena de peligros, sinsabores y obstáculos, que les entorpecían poder disfrutar de cuanto la vida podría ofrecerles, como ellos hubieron querido y deseado.

Y ahí empezaba su interrogante vital con una doble vertiente. O se amoldaban a la vida real, con todos sus peligros y sinsabores, o se doblegaban al desánimo. O se ponían la coraza de los valientes que sabían sobreponerse a la desgracia, se esforzaban por salir a flote del pozo de la mala suerte con esfuerzo y disciplina, se enfrentaban contra lo que pudiera dañarles, herir sus sentimientos, sin defensas de ninguna clase… O tiraban la toalla para abandonarse en la inanidad, en el vacío gestual, física y espiritualmente, y en la torpe actitud del que no es capaz de sobreponerse ante la vida con denuedo, energía y coraje.

Pero el hombre y la mujer no cejaron en su intento de sacudir la holganza y la torpeza, porque, con una férrea voluntad, supieron salir, muchas veces, a flote de cuantos problemas se les interpusieron en su camino. Y hallaron, con frecuencia, la felicidad, y lograron momentos de alegría y contento, y no sucumbieron a la tristeza ni a la desgracia. Aunque tales coyunturas de bonanzas es cierto que, también con frecuencia, fueron entorpecidas con golpes de mala suerte.

Esta condición humana ya la ha subrayado, en el siglo III antes de Cristo, Eurípides de Salamina, quien ha señalado que nadie es feliz durante toda su vida. Y en esa estaban los humanos, cuando empezaron a pensar que debían partir de otra premisa: la felicidad tiene que responder a muchas formas de ser y de estar que irrumpen en la vida, con diferentes matices y diversas circunstancias.

Porque lo que para unos es algo bueno, a lo mejor otros no lo consideran así. Para unos el bien está en un lugar muy diferente que el considerado por otros. Y tenía que ser así, pues Dios no ha creado ni a sólo dos hombres y mujeres que sean completamente iguales, en talento, en belleza, en altura, en carácter, en modo de pensar y de actuar.

Por eso su lucha sería desigual, de muchos modos, su temple ante la vida había de variar mucho con respecto al de otros, y sus ganas de asumir las adversidades nunca podían ser iguales; si acaso semejantes. Pero también acontecía que, desde la misma filosofia y desde los puros sentimientos religiosos se podía considerar a la desgracia como un pretexto para ser francamente felices.

Lo que ha sucedido, en no pocas ocasiones, con esos pobres ermitaños que, recluidos en grutas, y sin tener lo más mínimo para subsistir, se creían los más felices del mundo. O los que deseaban arrastrarse a una irreprimible atracción de la más honda estirpe estoica, pasada por el pensamiento griego, y nacido en la mente de algunos filósofos de la época clásica, helénica. Hasta Anneo Séneca llegaría a decir: “El desgraciado es cosa sagrada”. Frase que parece colisionar con el más elemental pensamiento que tiene su equilibrio de vida confortable y deseada en no pasar penalidades ni infortunios.

En tales reflexiones, no dejaban de surgir discrepancias en la mente humana, a la hora de saber bien en qué consistía la felicidad. El mismo filósofo heleno anterior se atrevería a decir que la felicidad consiste en no necesitarla. Es cierto que no le faltaba razón a tan reconocido sabio, porque, cuántas veces, no echamos de menos muchas cosas, al ignorarlas que existen siquiera.Aunque, por otra parte, no es un descubrimiento asegurar que todos buscamos la felicidad, el vivir bien, en tener delante de nosotros horizontes de oro en vez de espinas, en cabalgar en caballos blancos, en vez montar en mulas viejas y cojas, en vivir días de vino y rosas, y no estar sin un penique en el bolsillo.

Tales deseos nadie los pone en duda. Tales proyectos nunca están fuera del alcance de alguien. Porque somos de carne y hueso. Y no ángeles. Y los hombres, por su propia naturaleza, siempre habrán de tener algún agujero negro por donde huya la propia felicidad.

Pero ¿quién es realmente feliz? ¿Es una utopía en pensar que existen muchos hombres felices? ¿O es algo real, porque no faltan los que blasonan de que poseen los mayores tesoros del mundo, de que cuentan con altísimas cantidades de dinero bien guardadas en el banco? ¿ O todo es apariencia, y son muy pocos lo que pueden asegurarnos de que es tanto lo que atesoran que no hay un minuto del día que no disfruten de tales riquezas acumuladas…?

Es cierto que el dinero es un bien. Es evidente que el que tiene que comer no tiene necesidad de sentarse en una acera y alargar su mano pidiendo una limosna al rico que pasa junto a él, quien no se molesta, quizás, en mirarle. Y es cierto que, como somos personas con muchas limitaciones, con el dinero se adquieren cosas que pueden saciarnos, por lo menos de momento, de cuanto nos falte.

No obstante, el dinero, la riqueza no todo lo solucionan. Porque padecemos de amor, porque nos hacen sufrir, porque tenemos deseos de esto o de aquello, porque sentimos pena del desgraciado, porque tenemos muchas limitaciones que somos incapaces de sacudirlas. Porque el miedo nos atenaza. Porque hay guerras. Porque hay odios y rencores. Y muertes…Todo ello son obstáculos para que se pueda desarrollar bien una mediana felicidad.

Otros han dicho con mucha razón, a nada que nos pongamos a pensar: “Ningún hombre es feliz a no ser que crea serlo”. Por todas estas motivaciondes, la felicidad es buscada con aliento y esperanza por el hombre, cada día y cada hora; pero no es muy alto el grado de felicidad que suele lograr. De ahí que otros hayan proferido: El hombre feliz es más raro que un cuervo blanco.

Otros se aventuran a confesar que para ser felices sólo hacen falta muy pocas cosas. ¿Lo dicen de veras, o es que es una salida cómoda de no quebrarse la cabeza ante el problema que tanto acucia a lo mortales?

Desde la teología se dice que los santos son felices. Pero nosotros podremos responder: Sólo se podemos ser sumamente felices, enteramente felices, totalmente felices cuando el Creador nos lleve a su Paraíso, desde el pensamiento que tenemos los católicos. Porque las numerosas biografías de santos nos han demostrado lo mucho que han sufrido tales santos, al tener que soportar toda serie de inclemencias, toda suerte de ataques por personas descreídas y perversas. Lo que es, precisamente, lo que ha de llevarles a la santidad, en pos de su ejemplo paradigmático del Dios hecho hombre que padeció muerte de cruz.

Lo más importante que se puede extraer, a modo de conclusión, de este artículo no es que el hombre pueda alcanzar, en algún momento, la entera felicidad, sino en tratar de soportar los males que le sobrevengan, en saber aguantar las tarascadas que da la vida, en sufrir con estoicismo las penalidades. Y con esfuerzo, terquedad y tesón, saber salir del atolladero, aunque sea para seguir luchando. Lo que no quiere esto decir, que el hombre y la mujer no tienen ratos de felicidad. Pues claro que sí. Pero son momentos fugaces. Por ello lo verdaderamente importante es poder salir de la desgracia, y seguir pugnando, con dureza, con pasión, con vigor y rigor, sin que la debilidad y el desmayo se apodere de nosotros.

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