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El lenguaje de la calle

26 junio 2014

Sales de casa, y al instante, te hablan las cosas. Pero, sobre todo, una turbamulta de coches lanzan al aire sus ruidos y algún que otro bocinazo que te sobresalta. Todo se mueve. Todo dice algo y nada se oculta.

Sales de casa, y al instante, te hablan las cosas. Pero, sobre todo, una turbamulta de coches lanzan al aire sus ruidos y algún que otro bocinazo que te sobresalta. Todo se mueve. Todo dice algo y nada se oculta. Parece que todo cuanto hay en tu entorno te quiere hablar. Y te quiere decir algo. Y, cómo no, los primeros “buenos días” del vecino, o del portero, que se encuentra aseando su portal. O chilla la megafonía de la empresa que arregla “sillas, sillones y sofás”, en palabras de exquisita vocalización, cosa que no ha dejado de sorprenderme, cuando hoy se habla tan mal, y de manera atropellada.

Sales de casa y miras al cielo, por si acaso se te olvidó el paraguas, y puedes mojarte y quedarte como una “sopa”. O te has puesto demasiado ropa y dudas si volver al piso y despojarte algo, no sea que pases demasiado calor, pues Cáceres es ciudad tirando siempre a grados altos de temperatura.

Comienzas a caminar con paso lento, o apresurado, si te han levantado algo tarde, camino de la oficina, pues hay que “fichar” para dar fe de que eres un buen funcionario cumplidor de tu deber de puntualidad. Otro ciudadano, tiene que hacer unas gestiones urgentes, y hacerlas en cuanto antes, pues se cierra el plazo establecido para conseguir lo que se va a solicitar. Alguien se para en un escaparate y mira con atención una sala de arte, de cuyos cuadros hay uno que le interesa, pero su presupuesto está algo escaso, y habrá de dejar el capricho para tiempos mejores.

Un matrimonio sale de paseo y mira y observa que, en una misma calle, han cerrado tres tiendas, como en la próxima, otras dos. Una cierta tristeza parece embargar a la señora pues, en alguna de ellas, había adquirido trajes y algunos enseres, durante muchos años. Es la nostalgia de la que no puede escapar. La dichosa crisis. ¡La crisis! Que es la garrapata adherida a la población que, a duras penas, va tratando de aguantar sus fuertes tarascadas.

Dos estudiantes, con su mochilas al hombro, se dirigen al centro de sus estudios diarios, mientras sale de alguno de ellos el primer taco del día, entre risotadas, y alguna referencia a la nota que el puso el profesor de turno, con la que -no podía ser de otra manera- no está conforme. Y como van a llegar tarde, como suele acontecer, apresuran el paso, no sea que cierren el colegio, como se ha determinado que así sea, debido a que, últimamente, es frecuente que muchos colegiales tengan poca prisa en entrar en ellos.

Un ejecutivo camina rápido en pos de asistir a una reunión de trabajo, donde se van a dirimir asuntos de alto voltaje; como, quizás, se pudiera poner sobre el tapete la perentoria necesidad de reducir plantilla de operarios en la empresa, pues, cada vez, se vende menos, por lo que sería preciso tomar cartas en el asunto. ¡Es la crisis!

Dos mozalbetes van hablando del último partido de la selección española de fútbol y el lector sospecha, ya de antemano, que están hablando del desastre de la “armada” hispana en Maracaná, ese estadio que, según dicen, es el mayor del mundo. Parece que creen que el país se hunde. El uno, más realista, le dice al otro que hay peores cosas, que no es para tanto; pero quien escucha sigue sin atender a razones y quiere como gimotear por la debacle. -¡Que horror, nuestra selección terriblemente humillada por Holanda! -¿Más se perdió en Cuba, según me contó mi abuelo!, le responde. Y en esto que van desgranando “lágrimas” de pesar, por el bochorno a escala mundial, mientras que, poco después, han de tomar el autobús que los llevará al campo de tenis para echar una partida, y quizás, así se le pasará un poco el disgusto.

Mientras tato, una chiquillería de colegiales se dirigen, todos muy modositos, a ver, a lo mejor, en la sala de Gran Teatro, una función con caracteres benéficos –misionales-, según se les ha dicho en clase- para que vean las necesidades que tantos niños tienen, lo que ha de hacerles considerar que sus estrecheces en esta España de nuestros pesares son infinitamente menores que los suyos, con poca comida, algunos sin techo y jamás con juguetes.

En una de las calles, irrumpe una ruidosa manifestación -la enésima por la situación económica- de trabajadores de la limpieza, como la de ayer era de obreros de no sé que empresa importante de la ciudad, y como la de antes de ayer, que era de los responsables de la limpieza. Manifestaciones que han crecido como setas, pues la crisis no se para, y lo que es peor, que no acaba, de una vez, de achicar el mar de gente en paro, alguna de las cuales no cobra absolutamente nada y ha de vivir de la caridad…

Y en todas las aceras, algo que se está como institucionalizando. Me estoy refiriendo a ese pobre que, con una lámina de cartón por única arma de llamar la atención, ha escrito en ella esta fatídifica expresión: “Sin recursos”. Es el pobre de hoy. Es la llamada de llanto y drama de esos parias actuales, cuya casa es la calle, su sala de estar es la acera donde se sienta, todos los días, para lograr unos céntimos de euro, alguna moneda de euro, y poco más. Y para eso han de estar, bajo la lluvia, o bajo calores asfixiantes, o con el frío desapacible de muchos días, a la intemperie.

Sus pensamientos darían para una tesis, sus temores para voluminosos ensayos, sus angustias no cabrían en un libro de muchas páginas, si se decidieran a contar lo que pasaron, en unos años aciagos, una vez que recuperaran algo de bienestar, dignamente, como cualquier hijo de vecino…

Y en el bar de la esquina, varios hombres y mujeres de mediana edad, toman unas cervezas. Hablan de las últimas noticias sucedidas el día anterior, y que acaban de escucharlas en las emisiones de la mañana de la radio. O se enfrascan en criticar a los políticos a lo que ponen de “chupa de domine”, por las incesantes corrupciones que protagonizan, sin que tales tropelías tengan viso de que tengan término…

Una llovizna ahora inicia un goteo minucioso, pero que empieza a calar. Se abren los paraguas y la gente apresura el paso. Hay más coches y éstos salpican a los transeúntes, por lo que no faltan los que protestan. Y algún taxi también se ve, porque no es cosa de mojarse demasiado, cuando hay que trasladarse a un lugar lejano de la ciudad. Los autobuses van abarrotados camino de sus respectivas paradas, y todos se apresuran para entrar en algún bar, ponerse debajo de algún portal con tal de no calarse hasta los huesos. Ésta es la razón por lo que los “adioses” sean pocos y rápidos, ya que los caminantes tratan de llegar pronto a lo lugares a los que se dirigen.

Escampa. Y vuelve la placidez del momento, pero el ruido sigue igual, los semáforos no cesan de lanzar sus fulgores verdes, ámbar y rojo, respectivamente. De un bar sale una melodía estridente, regresan de la misa parroquial algunas mujeres de edad madura o ya muy mayores, un ciego vocea sus boletos de la suerte, con sus tiras colgando de su pecho, mientras los perritos marcan el paso que sus dueños les van dictando, o se paran un momento para oler,-qué sabemos- lo que respetan sus dueños, te paran dos señoritas de la Ctuz Roja, o de Cáritas, o las que piden la limosna para la erradicación del Cáncer; o algunos hombres tratarán de clavarte el lacito rojo a cambio de una limosna en provecho de los que sufren enfermedades malditas, que no acaban de erradicarse, porque…¿ responden al signo de los tiempos…?

Y la calle tendrá éste o similar lenguaje. Todos los días habla la calle. Y nos interroga aunque no queramos. Y nos pregunta por eso o aquello, y, a veces, no deseamos contestar porque nuestro comportamiento, a lo peor, no debe ser lo más conforme a una vida digna y moderadamente honesta y, quizás, poco solidaria. La calle interroga, y piensa, y reflexiona, sin tú quererlo. La calle habla sin parar. La calle sufre, cuando sufre ese pobre que se va para su casa con unas monedas que, quizás, no tenga ni para comprar una libra de pan. La calle habla y sufre cuando ve cosas que no responden a una ética y a una moral con valores que se han dejado de cotizar. Pero también la calle habla para darte los buenos días y para desearte que pases lo mejor posible las 24 horas de la fecha en que no dejas de caminar por sus calles.

Y al hablar la calle, hemos de contestar con nuestros deseos y nuestras ilusiones, nuestros proyectos y pesares, con nuestras preocupaciones y nuestros amores, y nunca tirar la toalla, porque la vida siempre será hermosa si siempre guardamos en el hondón de nuestros bolsillos, un gramo de esperanza de que todo ha de ir remontando para que las estrellas, de noche, sean más grandes, el sol alumbre más y durante el día todo el mundo pueda arroparse bien, cuando el cierzo aprieta y el vendaval de la existencia, nos zarandea…

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