Es el primer paso con que el hombre-varón o hembra- inicia su propia existencia. Es el primer balbuceo que nos despierta a la más grande sensación que aquél puede tener, tras la donación, siempre gratuita, emanada de Dios: ¡La vida! Es el puente que tenemos desde el seno materno hacia el aire que vamos a empezar a respirar, junto a otros que ya viven llorando, o, riendo, en rito simultáneo, que es el envés de la inacabable biografía humana.
Un llanto que ya no nos ha de abandonar nunca. Nacemos llorando y dejamos este mundo llorando. O, quizás, con el dolor transido por ese ansia que algunos santos, han tenido porque, dejando este mundo, quieren volar a la trascendencia: “Que muero porque no muero”, exclamaba Teresa de Ávila. O aquel “dejarme que vaya a la casa de mi Padre”, de Juan Pablo II, apenas musitado junto a los que le rodeaban, rotos de dolor.
Pero llorar puede ser muchas cosas: es un desahogo y es un placer, puede ser por causa de una honda tristeza o por motivo de una alegría inmensa. Es dejar que el alma se vacíe en ciertos momentos especiales, cuando la vida aprieta el corazón con la desesperanza de que algo no funciona. O puede ser abandonarnos al peligro de no poder ya levantarnos, tras un golpe de infortunio, que nos deja para el arrastre sin ánimo ni para abrir los ojos.
O es llorar cuando sentimos el fulgor de una noticia que nos acaba de brindar un futuro halagüeño, al conseguir un puesto de trabajo, aprobar unas duras oposiciones, el nacimiento de un niño muy deseado, la vuelta a casa, tras largos años de exilio, o de ausencia amarga en algún lugar remoto…El lloro, entonces, no sale mansamente, sino explosionado, entrecortado, imparable...
Llorar puede ser bajar a la sima del sufrimiento más punzante, pero, también, recibir el bálsamo de una dicha que ya no esperábamos, con esa sorpresa, doblemente feliz, que acrecienta enormemente las débiles expectativas que poseíamos…Llorar puede ser romper con todo y con todos, o volver a la vida habitual con sus males y bienes, con sus proyectos y sinsabores, con sus nubes negras y soles esplendorosos.
¿Quién no ha llorado? Y ¿quién no ha reído? El que no llora no tiene corazón o se le ha secado tras la pérdida de lo que más quería, y el mundo se le cierra tras el portazo de una tragedia irreversible. El que llora, o gime en silencio, en su piel se ha deslizado, quizás, ¿por qué no?, la emoción de un verso rumiado de San Juan de la Cruz, el más sublime poeta español, o el desgarro poético tras la leyenda de sangre y traición de García Lorca, o el rumor trascendido de un texto de Juan Ramón Jiménez.
Y el que ríe, lo mismo acaba de solazarse con una película de Charlot, con un chiste de Gila, o tras el anuncio de que a uno le ha tocado la lotería. Y quizás, la alegría nos viene transida de llanto y alegría simultáneas, por un evento inesperado, pues viene a ser una emoción a partes iguales, de llanto y risa, sobrevenidas sin que la voluntad pueda hacer nada por que esto no suceda así.
El llanto puede ser, al decir de Bossuet, algo reparador, como el maná que apaga la ansiedad, el hambre y la sed. Para otros el llanto viene a ser -interesante y curiosa paradoja- un verdadero privilegio que nos llena de satisfacción y aplaca nuestros pesares. Y el llanto puede ser el principio de un mal, o el fin del mismo, el anuncio de una vida con felices augurios o el sufrido por el soldado que ha de irse a la guerra, el que acaba de recibir la libertad tras años de prisión, o el que escucha una sentencia de negros presagios para su suerte futura.
El llanto puede ser realizado de muchas maneras: cabizbajo y sin esperanzas ante la vida, o el que se inicia con la frente muy alta y el coraje a punta de corazón, como proclama la canción del “Dúo Dinámico”, con su vibrante “¡Resistiré!”; o el que se sume en la desventura sin ventanas a la esperanza, cayendo en una depresión fatal, o, bien, el que tiene redaños para salir airoso de la prueba, saliendo aún más fortalecido del duro trance a que ha estado sometido.
El llanto puede ser causado al que ya no cree tener nunca más reposo, porque no ve ni siquiera un resquicio por donde salir del drama que lo ha tenido aherrojado, durante un tiempo, o, por el contrario, el que, con lágrimas en los ojos, tiene en su alma la férrea voluntad de salir para adelante por muchas piedras que le ponga la vida. “Homines sunt voluntates” , dirá Pablo de Tarso. Los hombres son voluntades. No lo olvidemos nunca, tú y yo, lector.
Las guerras producen mares de llantos y las bonanzas llantos de alegrías. Las despedidas arrancan lágrimas desgarradas, al tiempo que pueden poner nervios de acero dispuesto a batallar ante un futuro esperanzador. La novela creó tragedias insondables y la pintura nos dejó cuadros con lloreras inacabables y profundas. El arte sublimó la lágrima y enalteció el drama con la epopeya excelsa de una aventura que logró el éxito. El llanto coronó la gesta, antes increíble, y cerró una desesperanza con peligro de muerte.
“Llorar, si; pero llorar de pie, trabajando”, escribió el gran dramaturgo, Alejandro Casona. Llorar sí, pero con el pie en el estribo para seguir machacando en el yunque de esa faena que libera de malos pensamientos. A veces, el llanto puede remediar males e infortunios, pero en otras ocasiones, resulta baldío y una pérdida de tiempo entregándose al llanto inconsolable. ¿Para qué llorar? , dice el sabio. O el adagio chino: “Si tu problema tiene solución, ¿porqué llorar?; y si no lo tiene, ¿por qué llorar, también?
El actor llora en la escena del teatro griego, de Sófocles, y hace espasmos de alegría en una comedia de Aristófanes. Y hay quien simulará llantos porque en ese momento conviene a su futura suerte. Es el hipócrita que llora “lágrimas de cocodrilo”. Estaba el llanto de la plañidera, a la que se le pagaba en el antigüedad, y el llanto fingido del bufón, por temor al castigo que le podía dar su amo, ante un desliz en sus travesuras.
Pero hay veces que no quedan lágrimas en el hondón del alma, hay ocasiones en que el sosiego que puede producir el llanto, éste no sale del manantío sensible, humano, ya seco, tras tanta tragedia. Se trata, pues, de un llanto lastrado en un desierto de arena sin la menor brizna de hierba de consolación. Sobre tal circunstancia tiene esta sentencia, honda como todas las suyas, el gran filósofo Séneca: “No hay mayor causa para llorar que no poder llorar”.
Y está el llanto interior, que puede ser más profundo, si cabe, que el que aflora francamente en un momento cualquiera de la vida. Un llanto que puede desgarrar el alma de manera inconsolable. Es el llanto de muchos santos misioneros que, ante la impotencia de que no pueden resolver una situación angustiosa en su parcela de la selva, su tristeza se vuelve infinita y se la dedican a ese Cristo que pende de su pecho.
Pero no todo ha de ser llanto, no todo ha de ser tragedia, no todo es bajar a la sima de la desesperación, porque eso lo único que produce es profundizar más en el pozo del dolor; porque, como dice nuestro, ya varias veces, mencionado poeta hindú, Rabindranath Tagore, “Si lloras por haber perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas”.
Aunque no ha de avergonzarse uno de llorar, porque el llanto no sólo es de los débiles y acomplejados, sino de los valientes, que de tales lágrimas, sacan fuerzas altivas y todo el nervio necesario para llegar a cimas de valentía y arrojo, impensables cuando se anegaban en lágrimas. Y es que, además, como vuelve a significar nuestro hombre de teatro, Alejandro Casona: “El llanto es tan saludable como el sudor, y más poético. Y hay que aplicarlo siempre que sea posible, como la medicina antigua aplicaba la sangría”.
Ríe el niño y ríe el adulto. Llora el rapaz y llora el anciano. Ríe la monja de clausura y ríe el sacerdote que ve crecer la prole de su parroquia. Llora el afortunado y llora el desgraciado. Ríe el santo y ríe el malvado. Llora el ladrón cuando lo capturan con el cuerpo del delito, y llora el guardián cuando no ha sido capaz de salvaguardar lo que tenía bajo su custodia.
Llora el corrupto cuando lo envían a una prisión sin contemplaciones, y el asesino tras cometer su horrendo crimen. Ríe el payaso y llora a la vez bajo su capa de pintura. Llora el ángel de dicha cuando Dios lo sube más arriba junto a él, y llora el diablo cuando Dios lo hace bajar a simas aún más profundas.
Ríe y ríe el niño con su juguete, y llora y llora cuando se lo quitan, castigado. Ríen todos y lloran todos. Ríe el santo y ríe el perverso. Pero la risa del primero es como bálsamo divino y la del segundo es horrible mueca que pronto ha de convertirse en acíbar por sus malas obras.
Reír y llorar. Todos lo hacen. Pero la propia intensidad del lloro y el llanto no hay quien la mida de manera acertada. Porque, en muchas ocasiones, hay que decir aquello de que el corazón tiene razones que la razón no conoce. Y tanto es desagraciada la lágrima de un niño, como la de un adulto. Y es que la edad no cambia el dolor, ni lo hace más grande ni más chico. Pues alguien dijo con mucha profundidad: “No rías nunca de las lágrimas de un niño. Todos los dolores son iguales…”
La lluvia del llanto nunca irá sola, pues, a la zaga va, de modo sempiterno, la alegría de la vida. Y es que, lector, que, quizás me habrás seguido en mis reflexiones, ese llanto y esa alegría la hizo del gran Hacedor, que es Padre, el mejor padre, y los padres nunca agotan en sus hijos la hiel de la desesperanza, sino que harán que éstos tengan, muy cerca, y siempre, el resplandor de la dicha que apagará y hará olvidar el llanto. Pues ¿qué es lo que acontece cuando una madre acaba de parir? La más inmensa alegría anegará su alma, porque ya tiene en su regazo al hijo de sus entrañas…