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El peso de la autoridad

09 junio 2014

Todo colectivo humano necesita un andamiaje que conforme su estructura político-social ciudadana.

Todo colectivo humano necesita un andamiaje que conforme su estructura político-social ciudadana. Y todo conjunto cívico debe tener un referente sobre el cual giren unas normas y leyes que, al tiempo, le propicie la convivencia y la salvaguarda de sus derechos sociales, mientras sea protegida de cualquier agresión venida de fuera.

Una sociedad que carece de estos puntales está abocada a caer en la barbarie, la anarquía y, en lo que es peor, en la autodestrucción. Puntales que han de ser, por ello, faros que iluminan y avisan de los peligros, y que regulan las relaciones humanas, bajo la polarización de lo que se ha venido en llamar la AUTORIDAD.

Una autoridad, cuya existencia ha de ser necesaria por naturaleza, al decir de Ernst Junger, que, con lapidaria expresión, no tiene empacho en quedar sentado esto: “Necesito autoridad aunque no crea en ella”. Y será Plutarco el que, de manera categórica, sienta esta premisa, enfatizando el peso de la autoridad” Un ejército de ciervos, dirigidos por un león, es mucho más temible que un ejército de leones dirigidos por un ciervo”. El ejemplo no puede ser más gráfico y de mayor fuerza.

Toda autoridad es bifronte al tener dos caras, que no es otra cosa que los que nuestros clásicos llamaban: la “auctoritas” y la “potestas”. La primera consiste en la propia autoridad moral, un referente por el que guiamos nuestras actuaciones como ciudadanos insertos en una comunidad con derechos y obligaciones. Una autoridad que no la tienen todos cuantos poseen el poder, porque se requieren una serie de cualidades carismáticas, con una vida rectilínea, que deberá ser espejo de los ciudadanos, sujetos a un ordenamiento jurídico, bajo postulados de libertad, progreso y solidaridad.

La segunda sólo responde al mando, al poder actuante en una sociedad que ha de cumplir con todo aquello que le dicta el personaje que detente dicha autoridad, aunque no tenga razones suficientes para ello, obligando a realizar cosas que pueden ser contrarias al sentido común, al derecho y a las buenas relaciones que deben existir en toda comunidad, moderna y libre, lejos de toda cobertura civil y de medios suficientes para vivir con dignidad.

La “auctoritas” viene a ser el “poder moral”, que debe ser ejemplarizante para muchos países que no la conocen, o la desprecian, pues le hace un flaco favor a los líderes que olvidan y conculcan las buenas condiciones de vida de sus pueblos, poniendo sólo en valor los intereses de su egoísmo, sin tener cuenta las penurias humanas de sus ciudadanos, lejos de políticas solidarias para los más desfavorecidos de ese colectivo, nación, región, o territorio. Y sin que no haya en frente de dichas explotaciones ningún otro poder que los contrarrestre.

“¡Estos son mis poderes!” decía el cardenal Cisneros cuando la “oposición” le reclamaba el gobierno, mientras les hacía asomarse al patio de armas, lleno de cañones y de toda clase de instrumentos de guerra. Y esto es lo que han venido repitiendo todos los autócratas a lo largo de la Historia, escudados en la máquina militar que tienen detrás. De manera indirecta o directa, se repiten mucho tales bravatas, desde cancillerías poderosas ante situaciones conflictivas, lo que supone un gran poder de disuasión, como esos perros fornidos que enseñan los dientes ante los que quieren atacarles.

Pero, mientras tanto, habría que preguntarse: “¿Pero dónde están los poderes morales? ¿Dónde están los referentes por los que el mundo civilizado pueda tomar nota en cuanto a la bondad de sus testimonios, la eficacia en la gestión de las sociedades que se atemperan a normas y leyes, rectas y libres, sin que nadie tenga la tentación de tomar las armas para destruir al vecino país?”

Referentes morales que terminan por ser las verdaderas palancas de toda honestidad política, “versus” intereses económicos o geoestratégicos, solamente. Referentes que han de cristalizar en tribunales internacionales, como el que hoy reside en el Tribunal de la Haya, que, con errores o bajo intereses más o menos torcidos, va solucionando algunos casos que todos conocemos.

Un tribunal internacional que ha de ser salvaguarda del mundo en aquella casuística en que se conculquen los derechos inalienables de los hombres y mujeres, porque, a veces, existen países que no cuentan con instrumentos precisos para solucionar graves problemas de dignidad humana.

De esta manera, si hubiera un tribunal riguroso, a la hora de penalizaciones ejemplarizantes, no habría habido pasados confusionismos, que podemos recordar: Confusionismo en el “affaire” general Pinochet, conocido por los medios de comunicación, y en el de ciertos tiranos servios, que tuvieron que debieron enseguida a buen recaudo, y juzgados de forma contundente por sus crímenes de guerra. Confusionismo, cuando, por ejemplo, China, en ocasiones, se ha opuesto, bajo el paraguas poderoso que dan las armas nucleares, a seguir los dictados de la Declaración de los Derechos Humanos.

Confusionismo también, en el caso del conocido prelado español, monseñor Setién, cuando exhibía posturas de ambigüedad, con sus renuentes y cicateras denuncias de la violencia terrorista, ubicándose en la equidistacia, lo que producía a muchos fieles católicos sentimientos de duda cuando no de rechazo a tales modos de operar, al ser sangrantes tantos casos que pedían la más urgente política de lucha antiterrorista.

Por eso, en muchas ocasiones, el mundo se encuentra desnortado ante los numerosos ejemplos en que la potestas del tiramos de turno, de ciertos países, sólo tienen armas para aplacar las revueltas de pueblos y colectivos que nunca querrán ser súbditos, sino ciudadanos con derechos y libertades, bajo condiciones humanas de libertad, solidaridad y en paz y progreso.

Por eso, el mundo serán numerosas las veces en que se encuentra cada vez más perplejo, ante tanta confusión y doble juego moral. Por lo tanto se ha de concluir que sobra “potestas” y hace falta mucha más “auctoritas”; ese poder moral que, desde que el hombre puso los pies en las arcaicas sociedades, ya era necesaria de todo punto. Sobra “potestas”, decimos, pues casi siempre es puro y duro “poderío militar”, y fariseísmo excluyente, mientras estamos en bragas en cuanto a las suficientes dosis de “auctoritas”, ese vigoroso poder moral que deberá siempre servir de referencia.

Ante tanta prepotencia, ante tanta alarde de fuerza, basada en armas nucleares y en toda clase de medios bélicos, que podían dar al traste con este mundo, ante tanto poderío bastardo, se impone una fuerte plataforma de autoridad moral, que suavice las irrupciones de males de que el mundo sigue siendo objeto, sirviendo de valladar a tales testimonios flagrantes de fuerzas exterminadoras.

Aunque es cierto que, entre tanta soberbia disuasoria, ante tanto poder devastador, siempre habrá que contar con esos referentes que, a lo largo de la Historia, han servido de pararrayos, de auténticos baluartes contra la aniquilación de la moral, especialmente en los países pobres y sin sus propios recursos de autodefensa. Por ejemplo, los Papas, que han dado siempre testimonios de sus amonestaciones saludables contra los desmanes, por medio de su gran autoridad moral, tantas veces escuchada y respetada, hasta por los países más lejanos de sus principios cristianos.

Papas que han sido capaces de galvanizar a grandes multitudes de todas las razas, a la vez que han sido capaces de hacer vibrar a multitudes de jóvenes, por lo que se han constituido en termómetros inequívocos de la bondad de sus mensajes. Son todo ellos ejemplos de que vienen a ser el mejor reflejo del supremo testimonio de la Verdad por antonomasia, que todos cuantos nos consideramos dentro de una fe trascendente, en ella nos cobijamos.

Pero el mundo no se cura de tales tropelías. La potestas ha llevado a cabo barbaridades en muchos países del África poscolonial, con toda clase de genocidios a manos de tribus ciegas de rencor, o a cargo de sátrapas salvajes, que sólo han mirado sus intereses, como se está viendo, en los últimos tiempos en las guerras que han recorrido todo el norte de dicho continente, trasladándose luego a Egipto y a Oriente Medio.

Y como es el caso sangrante entre judíos y palestinos, como es la guerra de Siria, y ¡cómo no, la anterior de Irán, con aquello de las armas de destrucción masiva! Y sigue habiendo potestas destructoras en la sangrante persecución de la religión católica, en países subdesarrollados, con destrucciones de templos y persecuciones de cristianos, en territorios que, antes eran simplemente tierras de misión…

Por todo ello deben acabar para siempre las dictaduras que subyugan a los pueblos, los esquilman, los destruyen y los hacen retroceder a épocas medievales, por el egoísmo de sus sátrapas que debieran ser apartados, de cuajo, de sus puestos de gobierno que tanto mal están haciendo con sus políticas perversas. Véase el caso de Corea el Norte, en donde el hambre es bíblica, la sumisión es perversa y la vida, infrahumana, mientras el gobierno se arma hasta los dientes, buscando sólo su propia existencia, dentro de parámetros puramente defensores de sus más inconfesables intereses.

Para qué seguir, mientras el mundo sea mundo, no ha de faltar este binomio: actoritas-potestas. Que Dios quiera y los hombres lo asuman, que abunde la primera y se erradique la segunda. O por lo menos que se palíen sus consecuencias. Aunque, de vez cuando, los componentes del llamado “G’8” se concentran en lugares estratégicos, tratando de poner un poco de orden en las atrocidades que, todavía, se están cometiendo, sólo a lomos de esa soberbia que alimenta toda potestas basarda y alquiladora que alimenta guerras y esquilma a los pueblos que, en el fondo, siempre son los que pagan, más directamente, las consecuencias de tanto desvarío.

Esperamos que Ucrania tenga su propia libertad de pueblo, y no sea víctima de invasiones de terceros países que sólo saben que vestirse la ropa de una dictadura omnipotente, basada en su potencial nuclear y en su poderío armamentístico moderno, que siempre habrá de imponer sus intereses, sin la más mínima conmiseración humana. Las dos guerras mundiales y las infinitas que en el mundo han sido, sólo fueron producto de no haber funcionado bien la necesaria AUCTORITAS”, ESE REFERENTE MORAL QUE HA DE GUIAR, EN TODA ÉPOCA HISTÓRICA, AL MUNDO.

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