En mi adolescencia, tenía un profesor que, muchas veces, nos advirtió que siempre que tuviéramos que transmitir ideas, deberían siempre ser muy claras. Porque sin ellas, razonaba, ni nosotros nos entendemos y menos nos comprenderán nuestros interlocutores. Las ideas debían ser claras y distintas, como cierto filósofo postulaba; porque, de lo contrario, seguía arguyendo el docente, es imposible que podamos transmitir lo que deseamos, siendo nuestra labor estéril e inservible.
Y tenía mucha razón. Alguien ha afirmado que la claridad es la cortesía de los profesores. Por otra parte, el mismo Goethe escribió que la claridad consiste en una acertada distribución de luz y sombra. En ello no iba descaminado el sabio alemán, pues no todo cuanto transmitimos, en cada una de sus partes, ha de gozar de meridiana transparencia, porque lo que cuenta es que, sin faltar a la verdad, la persona que reciba el mensaje, logre un global conocimiento de él, aunque queden pormenores en cierta penumbra, ya que no afecta a la veracidad global del contenido a transmitir. Y es que no todo puede brillar de forma clara, sino que pueden quedar zonas en penumbra, siendo ellas mismas las que, por contraste, den más luz a las partes mollares del mensaje.
Ni que decir tiene que el escritor, cuando publica un libro, su primer deseo es que el texto escrito no sea oscuro y críptico, porque faltará al primer mandamiento de todo lo escrito. Es decir, primero, ha de ser bien interiorizado y comprendido por los lectores, de alcance medio, más allá de presentarlo con toda clase de adornos, alardes de figuras literarias, adjetivaciones, sólida construcción de párrafos,clara distribución de capítulos, etc. Porque, si no es así, me temo que cualquier lector abandonará la publicación en las primeras cinco páginas. Podrá ser el texto escrito mediante una estructuración de hondos pensamientos, científicos, filosóficos o políticos, pero si éstos no llegan a ser asimilados, vana ha sido la empresa de redactarlo. Y es que la claridad es fundamental en toda transmisión.
Claro es que no siempre nos gusta la claridad, cuando se trata de advertirnos de algo, al achacársenos algún error, cuando nos cantan las verdades, porque, como dice el refrán, “cantando las verdades se pierden las amistades”. Por eso hay ocasiones en que no siempre se ha de decir toda la verdad, cuando siendo tan cruda, se caiga en el error de estropearlo todo. Lo que no quiere decir que haya que falsear la comunicación, ya que sería inadmisible, pues faltando a la verdad, se caería en la falsía, en dar gato por liebre, yéndose a una falta de ética muy grave.
Eso nos dice que cuando la claridad va contra nuestros intereses enseguida nos molestamos, y no aceptamos la verdad, buscando por medio de circunloquios y pretextos, cualquier justificación por peregrina que ésta sea. Somos así de orgullosos. Pero hay que decir “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”, según la fórmula americana judicial. La verdad nos hará libres, dice Cristo. Pero, a pesar de todo, ¡cuántas veces, la verdad se oculta!,¡cuántas veces se expresan sólo medias verdades!,¡cuántas veces se miente!. Es lo primero que, desde niños, se empieza a incurrir en mentirijillas, siendo una de las cosas que el maestro riñe mucho al niño por ello. Y que le causa tanta vergüenza al quedar como mentiroso, delante de la clase.
Hoy es el primer artículo de fe, muy repetido en los medios políticos, de que es preciso decir la verdad contra viento y marea. Porque ha sido muy frecuente que en el hemiciclo el caso del tribuno, de un determinado partido, que acusa al de la bancada contraria, que está mintiendo(¡!).Y se forman grandes rifirrafes a cuenta de tales infracciones, que se suelen censurar seriamente. Se han dado muchos casos de mentiras históricas, que, al final, han producido consecuencias demoledoras. La mentira del presidente americano, Nixon, en un tema de espías teledirigidos desde el poder, avala lo que decimos; pudiéndose hacer un largo listado de trolas y falsedades cometidas en todo el mundo. Bien es verdad que también ha habido casos en contrario, como el “affaire Dreiffus”, francés, en el que los tribunales se vieron forzados a rehabilitar a tal personaje, antes tenido por perjuro. Como ha habido otros casos más, productos de sentencias erróneas.
La mentira degrada. La mentira habla de la poca o nula honestidad de quien la profesa. La mentira siempre ha reportado males y nunca bienes. Una mentira es como un borrón negro en un pañuelo blanco, que nunca se podrá quitar. La mentira todo lo falsea, cayendo por la base cualquier cosa que pretendamos hacer con nuestras palabras. Pero, en el río de la vida, hay que asumir que no toda el agua es clara y transparente, sino que no poca de ella discurre turbia y manchada de elementos que le restan la claridad y transparencia que todos deseamos.
Y, finalmente, diremos que la verdad siempre será la verdad, la diga quien la diga: “La diga Agamenón o su porquero”, afirma el aserto clásico. Porque es algo absoluto, inequívoco, irrebatible. Y todo lo demás, con sus componendas, no son más que fuegos de artificio que tratarán de embaucar al inocente que los cree. El crucifijo que preside el tribunal de justicia ya es prueba más que suficiente de la profunda responsabilidad de tener, siempre, que proclamarse la verdad en un juicio, ante las personas y las instituciones…