La razón de verdad, la auténtica, ha sido siempre canonizada. La razón es vara de nardo que adorna espacios, personas e instituciones. Hay razones espurias y verticales, en puridad objetiva, y otras más falsas que la moneda falsa. La razón siempre se abre camino, se ha dicho siempre. Una razón que produzca bienes para alguien, es doble razón porque parte de raíces y principios justos al no estar contaminada de intereses, intenciones bastardas o dobles intenciones que sólo conoce el que la emite. Una razón, asentada en la falsedad y en la simulación, tratando de servir a alguien, por medios torticeros, aunque logre los objetivos deseados, al fin y a la postre se volverán contra quien emitió tales ardides y artimañas; porque, al fin de todo, será la conciencia la que ha de taladrar la mente del que llevó a cabo tal artificio, camuflado o solapado de manera subrepticia.
La razón siempre ha sido una dama irresistiblemente perseguida, y amada, por todo hijo de vecino. Y, por otra parte, la razón siempre ha estado de parte del que ha realizado obras, de manera noble y recta, sin tener la intención se engañar al prójimo mediante subterfugios. Una razón es un destello del imperio del bien y un verdadero alarde del alma, pues a ésta acude nuestro más famoso filósofo para definirla, PLATÓN, como la facultad soberana del alma, fuente de todo conocimiento y principio de toda acción humana. No puede haber sido menor analizada por medio de tal frase, que, viniendo del sabio griego, no podía haber sido de otra manera más equilibrada.
Es cierto que la filosofía, en todo tiempo y lugar, ha realizado ensayos y extensos estudios sobre la razón, pero será, en la Francia revolucionaria, cuando en la época del Terror, liderada a sangre y fuego por sus jefes intransigentes, alcanzaría verdaderos monumentos de significación, al transformarla en mito, que tenía sus raíces en aquella Razón ya antes sacralizada por la Ilustración y los seguidores de la Enciclopedia, al tenerla como instrumento precioso, capaz de combatir la tiranía, la superstición y la ignorancia, en la búsqueda de un mundo mejor.
Transcurrido el tiempo la razón no ha perdido un ápice de su brillo y de su formidable fuerza, a la que suele agarrarse todo ciudadano que desee caminar por la senda del bien, sin extralimitarse conculcando los intereses del otro, limitándose a comportarse rectamente. Pues de lo contrario, perderá dicha razón y caerá en el descrédito y en la sinrazón, una situación del que todo bien nacido desea huir.
Pero el problema surge cuando las razones de diferentes individuos colisionan, cuando chocan por intereses u otras causas, que no viene al caso explicitarlas. Problema que ha originado muchos males, si no se ha tenido la suficiente voluntad o habilidad de remover tales obstáculos. Porque ha habido múltiples guerras, conflictos, contiendas, que han dado al traste con bienes, riquezas, vidas y haciendas, dadas sus funestas consecuencias.
Razones que pueden convertirse en apodícticas determinaciones e integristas posturas, que han llegado a provocado toda clase de acontecimientos negativos, al tiempo que hasta los mismos tribunales han dado sentencias interesadas por basarse en postulados anclados en valores ya obsoletos y carentes de toda lógica, y, sobre todo, de toda mentalidad orientada hacia el bien de las personas.
La razón por ello, si ha estado escorada hacia oscuras situaciones ha dejado de ser tal, por servir espurios objetivos, pero si aquélla se muestra como recta, noble y desinteresada, puede convertirse en balcón de bonhomía, sello de honradez y tarjeta de honestidad, y hasta cordel al que nos agarramos cuando estamos en el fragor de una discusión, tratando de demostrar que tenemos la razón, alfa y omega de toda conducta del hombre bajo las tejas de este mundo, en la calle, en casa, en familia, y por doquier.
Por eso cuando un individuo siempre se conduce según los cánones de una sociedad, más o menos civilizada, siempre estaremos abocados a proclamar, sin la más mínima duda: “Es una persona buena y razonable”. Que es todo lo contrario a una que transita siempre por los aledaños del capricho y de todo cuanto conculque las reglas de una buena convivencia, en paz y solidariamente.
De todas formas, todos tenemos el prurito de estar en posesión de la razón, porque ésta nos lleva a las raíces de toda ética que se precie, que nos traslada a los principios básicos de toda conducta, más o menos solvente y aseada, sin hacer mal a nadie, ni producir ruinas ni torcer proyectos de personas que, de forma honesta, sigue su curso de la vida, ni envidiosos ni envidiados.
Todo se asienta en razones. Todo sigue la coherencia y la lógica de las cosas que persiguen los fines naturales para las que orientaron sus existencias. Los políticos fundamenta sus programas en beneficiosas actuaciones en provecho de los ciudadanos; los educadores buscan construir programas basados en la más alta razón que no es otra que suministrar una formación integral a los educandos; los jueces fundamentan sus sentencias en la lógica de la ética y en la coherencia de toda recta conducta; el historiador busca las últimas causas en, a veces, lugares que solapados por acontecimientos insospechados, le ha de llevar al esclarecimiento de la verdad, de toda clase de peripecia, del relato e incluso de la leyenda.
Hoy y ayer la razón tiene su sitio natural en la virtud, en la conciencia clara y no bastarda, en un plano diáfano en que no haya lugar para el engaño ni las dobles intenciones; ahora eso si, sin encastillarse en bloqueos de sentirse en amos y señores de una única verdad, indubitable, integrista, apodíctica, sin poros por donde puede entrar otros motivos nacidos de otras razones que no son las nuestras, pero que tienen también su parte de verdad,”razonable”.Por eso se ha de huir de colisiones de razones, por eso se ha de huir de “teologías” que enmascaran las verdaderas y genuinas verdades. Y por eso, cuando esto no ha sucedido así, se han originado toda clase de movimientos negativos que han producido muchos resentimientos, muchas catástrofes, no pocos detrimentos y penurias y algunos desencuentros irreversibles.
El axioma, el dogma, la terquedad en situarse en feudos, desde los cuales lanzar dardos con las propias razones sólo traen funestas consecuencias. Por ello toda postura integrista nos lleva a un callejón sin salida o a ninguna parte, como no sea al altercado y la riña con nuestros semejantes cuando no hacia derroteros sólo causantes de adversidades, muertes y destrucciones. Las guerras ocasionadas lo demuestran sin paliativos.