Cuando hemos viajado por las carreteras de España, nos ha impactado ese toro negro de Osborne, diseñado en una gran silueta, entre majestuosa y agresiva. Una imagen que nos llenaba a muchos de orgullo de poseer en nuestros campos la fuerza poderosa de este animal, que, desde la antigüedad hispana, ha pastado en las verdes dehesas, cabe las recias encinas, la jara y el oloroso cantueso…
Este toro, tan común sobre la piel ibérica, así como en Portugal y en no pocos países de América latina, y el sur de Francia, nunca pasaría desapercibido, como suele suceder con sus hembras, las vacas, animal hecho para carne o, en el pasado, para la tracción de carros o tiro de grandes pesos que había que transportar, al carecerse de los medios modernos con los que hoy se cuenta. Y cómo no para criar a sus “chotos”, o becerrillos, del que un día se venderá su preciada carne en el mercado. Un buen filete de carne de terna es exquisito y será ofrecido en todos los hoteles y restaurantes de Europa y otros países.
El toro, animal de soberbia estampa, fornido, de patas cortas, cornamenta de finos pitones, que causa temor cuando alguien se acerca en una finca vallada, y con la advertencia de “ganado bravo”, siempre ha sido admirado y temido, agasajado y muy bien cuidado por el ganadero, salmantino, andaluz o extremeño, por su inapreciables “prestaciones”.
Negro brillante o de otro color, se erige entre la vacada como una especie de intocable rey o glamuroso príncipe, por su imagen un poco mayestática; y si no está castrado, y es buey, habrá de ser el encargado de que aumente la manada, como semental, para evitar que se extinga. Y esto desde tiempo inmemorial.
El toro, ante todo, ha hecho que su nombre y su perfil hayan alcanzado la gloria de ser toreado por los maestros de la tauromaquia más famosos y populares que ha tenido nuestro país. Por eso, siempre, los ganaderos lo han mimado, los pocos años que han estado pastando en las grandes dehesas españolas, donde han sido intocables y rodeados de máximos cuidados y todo género de atenciones.
Pero el toro, cuando es verdaderamente grande, es cuando, saliendo a la plaza, ha de vérselas con el torero, en ese círculo de muerte y gloria, de tensión y peligro, hasta que el maestro, pueda dar buena cuenta de él. Pero, antes, porque si no, no habría corrida, toda clase de suertes ha de brillar en el albero, con los tercios consabidos: toreo de capa, banderillas, rejoneo, toreo de muletas y muerte del toro con la espada hasta la bola, o tras algunos torpes pinchazos, que de todo abunda.
He aquí el momento supremo: la muerte del toro; por eso el buen torero es más admirado cuando posee ese don de ser un buen matador, la suerte más complicada y difícil. Así vendrán como preciados trofeos, las orejas, y hasta el rabo, que, en ocasiones, la presidencia les otorga a los toreros, o vueltas al ruedo, que también tiene su valor, por eso de que tantas cosas les arrojan al albero, como prenda de admiración y respeto.
Ha habido tardes muy gloriosas en estas corridas de toros, en que todo un público ha vibrado de emoción y temor, cuando el toro ha cogido de muerte al torero, como ha acontecido con los famosos maestros, a lo largo del tiempo –la más popular sería la de Manolete en la plaza de Linares, en el verano de 1947-; o cuando el torero ha bordado la tarde con toda suerte de faenas, que han puesto al público de pie y la banda de música ha entonado los más enardecidos pasodobles de todos conocidos.
Tarde de toros. Calor y abanico, el puro que humea y el sombrero cordobés al aire libre. Localidades de sombra, de sol y tendido. La venta de helados y de chucherías para entretener al público. Y las bellas mujeres que no dejan de mirar y admirar al torero de fama, con los olés y los bravos, pero sin faltar algún exabrupto cuando el torero no está demasiado inspirado, dando trompicones o matando de varias veces. Con el descabello al final. Sin olvidar el paseíllo al principio de la fiesta, una liturgia hermosa, llena de emoción y curiosidad. Ha habido aficionados que han acudido a la corrida sólo para ver hacer el paseíllo de Curro Romero. He sido espectador de que tal cosa-verdaderamente insólita para muchos-, pero es cierta.
Pero la gran plasticidad del toreo no podía borrarse tan pronto como se acabase la “fiesta nacional”(que ya no se llama así, no sea que vayamos a caer en el franquismo obsoleto y que llega a aburrir), porque había cámaras que ya habían captado los más hermosos lances entre toro y torero, y , sobre todo, había, unos pinceles que estaban esperando unirse al óleo del artista para crear los lienzos más apasionantes, que han quedado luego para ser historia y conservar la leyenda del toreo a través de todas las épocas y con los maestros más afamados, que fueron pasmo y asombro en tantos años, y tan admirados, como :
Marcial Lalanda, Granero, Belmonte y Joselito, Domingo Ortega, Gitanillo de Triana, Sánchez Mejías, Luis Miguel Dominguín, Antonio Bienvenida, Martín Vázquez, Julio Aparicio, Antonio Ordóñez, Diego Puerta, Camino, Manuel Benítez El Cordobés, Paquirri, El Viti, Ortega Cano, Manolete, Curro Romero, Espartaco,, Ortega Cano, Perera, Morante de la Puebla, Talavante, Castella…Y tantos otros, que los aficionados también conocen, por las tardes de brillo triunfal que han ofrecido en corridas memorables.
Pero, a pesar de la gloria del toreo y de la bella plasticidad que originan, han surgido voces de protesta ante el peligro que supone esta fiesta, con tanto arraigo y raíces, pueda desaparecer. De ahí que haya llegado a nosotros, desde la ciudad de Castellón, la noticia que viene a decir: “Con la presencia de referentes del mundo taurino, como el ganadero de Galapagar, Victorino Martín, miles de personas se manifestaron en Castellón en defensa de la fiesta. Los aficionados-sigue diciendo la nota- dan un paso al frente para proteger no sólo una tradición secular o una manifestación cultural, sino también una industria”.
Pero no puede desaparecer este espectáculo de sangre y gloria, de amor y orgullo, de salvas y plausos enardecidos, de alegría y festejo…Un festejo que, en España, se inicia en el siglo XII, y cuyas raíces están en la profundidad de la misma Edad del Bronce. Y hoy se ha convertido hasta en espectáculo en la inmensa China, Filipinas y Estados Unidos…
Por esto, tengo para mí que han de poder más los partidarios de la fiesta que sus detractores, aunque a éstos los respetemos como no podía ser de otra manera.