Siempre el pueblo vivió a gran distancia de la nobleza. Siempre la “chusma”, la masa popular discurrió por derroteros muy diferentes a los que habitaban las grandes moles palaciales, se rodeaban de criados, tenían suculentos banquetes con frecuencia, se juntaban con los poderosos, y poco o nada tenían en común con el hombre y la mujer humildes. Con el ciudadano de la calle.
Y, por supuesto, siempre el pueblo tuvo intereses muy alejados de los de la llamada aristocracia, de sangre; y andando el tiempo, de la aristocracia cultural, social y política de los últimos tiempo. Porque se trataba de mundos distintos, con intereses alejados unos de otros, cuando no en tan franco desacuerdo, que, en ocasiones, podían llegar a provocar verdaderas guerras, en duro forceo para ir, unos, arrancando derechos, en tiempos feudales, o, viceversa, los otros, tratando de defender privilegios, prebendas legados de las viejas monarquías, cedidos y otorgados en pago de ayudas en conflictos y guerras….
Sólo la grandeza instituida, bajo monarquías antiguas, solía tener relaciones, habituales y sin mayores incidencias, con la gente del común, el llamado pueblo llano, cuando aquélla trabajaba en las tierras del señor, en empresas de esta u otra índole, o bajo la férula existente al uso, según las más diversas circunstancias. Y muy pocas veces, determinado personaje de la altas esferas político-sociales, dejaba, al morir, su mayor y mejor fama en el mundo, por las obras humanitarias que, través de los años, hubiera realizado en beneficio de ese pueblo anónimo y sencillo, que nunca, o muy excepcionalmente, había tenido protagonismno en la Historia.
Salvo en épocas de revoluciones, en que se llegaron a decapitar o guillotinar, por mano de ese mismo pueblo, hasta monarcas poderosos, como en la revoluciones inglesa, (con Carlos I), francesa ( siendo rey Luis XVI y su esposa, Mª Antonieta), y rusa (zar Nicolás II), de los tiempos modernos, tras el asalto al palacio de Invierno.
El avisado lector ya habrá intuido, y hasta deducido, que vamos a tratar de hablar siquiera un poco, a vuela pluma, de la Duquesa de Alba, que acaba de fallecer en su palacio de “Las Dueñas” de Sevilla, cuando contaba con 88 años de edad, y su salud ya pasaba por horas muy bajas, llena de achaques. Se ha dicho, lo están repitiendo hasta la saciedad todos los medios de comunicación, que el número de títulos que ostentaba superaba a los que agraciaban a la misma reina de Inglaterra.
Como se ha hablado, hasta el cansancio, de la inmensa fortuna que poseía heredada de sus más ilustres antepasados, siendo el más poderoso, el histórico gran duque de Alba, en tiempos del rey-emperador Carlos de Gante, o Carlos I de España y V de Alemania. Numerosos castillos, fortalezas y palacios que pertenecían a la ilustre casa ducal de los Alba, amén de tierras, heredades e ilimitados derechos, que podían constituir uno de los mayores patrimonios del mundo.
Estamos hablando, cuando aún todo el pueblo de Sevilla está pasando por delante de su féretro para despedir a esta gran dama que, perteneciendo a la más rancia nobleza de todos los tiempos, estaba tan vinculada al pueblo de esta ciudad andaluza, que muchos la consideraban como la gran matriarca sevillana. Porque era la ciudad en la que sentía más a gusto, y por tanto, a la que más quería.
Hoy, al respecto, su actual Alcalde no tuvo empacho en decir ante el mundo que si la duquesa de Alba había tenido muchos y grandes títulos estando en vida, su mayor título era el haber “ejercido de sevillana” por el mundo entero; que Sevilla era su ciudad por excelencia, que a todos los sevillanos lo tenía en su más alta consideración, que su vinculación con ellos no era sólo de palabra, sino de corazón, pues siempre había sido objetivo prioritario ayudarlos en todo cuanto había podido, y en los más diferentes apartados sociales de la vida…
Las puertas de su palacio -“las Dueñas”- siempre estuvieron abiertas para todos, sin ningún tipo de exclusiones, así como las puertas de su otra mansión- el de Liria, de Madrid-, porque Cayetana de Alba se consideraba como una persona más del pueblo; aunque sus raíces la llevaron a codearse con los reyes más encumbrados de la tierra, como fue Isabel II de Inglaterra, con la que hubo de refugiarse en el palacio de Buckinghan, durante los bombardeos de Londres por la aviación germana y nazi, durante la II Guerra Mundial.
Lo que la hacía moverse siempre como una mujer de la más sencilla extracción, amando las cosas más sencillas, mezclándose entre el gentío en tantas celebraciones populares, donde quiera que estuviese, viviendo las procesiones de Semana Santa como cualquier sevillano, y formando parte de cofradías, como de algún Cristo, (como el llamado de los Gitanos), llevado en el alma de muchos hijos de esta ciudad hispalense, o fidelísima amante de alguna de las Dolorosas, llenas de belleza y dramatismo, de citada urbe.
La duquesa de Alba, hija única y educada con el más exquisito trato y esmeradísima educación, pudo haber vivido siempre entre la púrpura del poder y entre el regalo almibarado de la más rancia aristocracia española; pero prefirió ser amiga de toreros, (de Pepe Luis Vázquez, llegaría a enamorarse), de gentes del teatro, de la burguesía más normal, y de todo aquel que ejerciera en ella una cierta atracción, o espontáneamente, se acercara a ella.
Casada con un personaje de la nobleza española, y, fallecido éste de leucemia, vuelta a casar con un intelectual, el antiguo jesuita, Jesús Aguirre, al que tanto admiró y quiso (ella decía que fue el “hombre de su vida”) , al final se unió en matrimonio con un oscuro funcionario, el que, según tantas veces se ha dicho estaba profundamente enamorado de ella, desde hacía largo tiempo.
Pero la conclusión a todo esto no es otra, que, hoy, en el traslado de sus funerales, desde el palacio de “Las Dueñas”, de Sevilla, hasta la sede del Ayuntamiento, se ha visto y palpado algo que no suele ser habitual: buena parte del pueblo de Sevilla ha estado en la calle, volcado en dar su último adiós a la que consideró siempre como la gran matriarca de esta hermosa ciudad.
No hay sevillano, pues, que no haya rendido el más fervoroso recuerdo a esta mujer magnánima y generosa, que tantas veces echó una mano a cuantos lo necesitaron, sin haber institución y organismo oficial que no tuviera alguna muestra de esta generosidad.
Entre los honores, las grandezas, los títulos, las preeminencias y todo cuanto forma parte de la fama que el mundo da, no puede haber otro más grande que el amor de las gentes; no hay otro más auténtico que la bondad de las personas, porque tales carismas jamás se olvidan. Por eso se la llamaba la “duquesa del pueblo”. De esto ha tomado buena nota –estamos seguro de ello-su sucesor en el ducado de Alba, su hijo Alfonso, el duque de Huéscar.