¨Corre, no mires atrás, intenta no tropezar…¨ se decía a si mismo Sarmiento mientras dejaba atrás aquella callejuela infestada de turcos. Tras de él solo quedaban cadáveres, viscreras, sangre y gritos de agonía ahogados por los aullidos de los otomanos. El maestre avanzaba a contrarreloj, debía llegar cuanto antes al Castel Mare, aquel reducto era la última carta que podían jugar los defensores.
Al llegar al castillo bastó una voz del maestre para que desde las almenas lanzasen una maroma (lo que viene siendo una cuerda de buen grosor). Tan pronto como la tuvo en sus manos se la pasó a Garci Méndez, el cansado y malherido alférez trepó por ella. En cuanto estuvo dentro de la fortaleza se dirigió a toda prisa hasta las puertas, debía abrirlas. De nada valió tanta prisa, la reducida y acongojada guarnición del castillo (todos nativos del lugar) había tapiado la puerta por miedo a los turcos. Garci Méndez se echó las manos a la cara, corrió hasta la muralla y comenzó a llamar a viva voz a Sarmiento para que apresurara a refugiarse. El maestre, con tres flechazos en la cara y que a duras penas podía mantenerse en pie -intentaba mantenerse erguido recostado a uno de los muros del castillo- reprochó con mucho aliento a su alférez ‘’Nunca Dios quiera que yo me salve y los compañeros se pierdan sin mí’’.
Tras aquellas palabras a su alférez, los turcos comenzaron a llegar en tromba, rodeando a los pocos hombres que quedaban a las afueras de la fortaleza. Sarmiento, consciente de cómo iba a terminar aquello y fiel a sus principios y códigos, dio orden de mantener posiciones y resistir hasta el fin. La voz de Juan Vizcaíno sonó alta clara, ‘’¡Jenízaros!’’. No dijo más. Un enorme estruendo sacudió el panorama, mosquetes y arcabuces despertaron escupiendo una devastadora ráfaga de fuego, estaba claro que no iba a haber compasión. Los otomanos se lanzaron a la carga y los españoles resistían como podían. Clavando pie en tierra y con los muros del castillo en el cogote –contra la espada y la pared, nunca mejor dicho- intentaban desembarazarse de las lanzas enemigas. Los soldados del emperador luchaban a la desesperada: escupían, mordían, arañaban, cabeceaban, se revolvían como fieras. Con los labios agrietados, la cara irreconocible, algo cojo y ya con la vista puesta en San Pedro, Sarmiento alentó a sus hombres ‘’Mirad amigos, hijos y compañeros como peleáis con estos infieles, ya que la muerte cierre nuestros ojos no sin dar muestra de firmes cristianos y valientes españoles, pues que pudiendo vivir sin pelear nos guardamos para tan honrado fin. ¡Mirad, no huya nadie! ¡Mirad como pelean aquellos hombres sobre los cuerpos ya difuntos!’’.
Aquellas fueron las últimas palabras de Francisco Sarmiento. Un espadazo en la cabeza le hizo perder el equilibrio y antes de que pudiera coger aire cuatro lanzas lo empalaron para darle el golpe de gracia. La muerte de Sarmiento no hizo ninguna gracia a Barbarroja, quien había ordenado estrictamente a sus jenízaros que le trajeran con vida al maestre.
Dentro del castillo varios oficiales se habían quedado para organizar una defensa más que inútil. Allí estaban Garci Méndez, Millan y el más avispado de todos, Machín de Munguía. Éste último, viendo que la fortaleza con todos los civiles dentro, podía caer en manos de una tropa frenética y enfurecida, decidió saltar el muro que daba a la costa y consiguió atravesar las líneas turcas y llegar hasta el campamento del mismísimo Barbarroja. Más valía depositar la rendición en un hombre de honor que dejarse zampar por esa jauría de turcos rabiosos.
Barbarroja, compadecido, envió un renegado para que los pocos que quedaban con vida entregaran la fortaleza, prometiendo un trato digno. Aceptaron, aunque los jenízaros no vieron aquello con buenos ojos, pues reclamaban la ejecución de todos los vencidos. El corsario, que ya se las sabía todas, supo agasajar a lo más selecto de sus hombres calmando aquella sed de sangre. Con buena fe, el corsario invitó a todos los oficiales a su galera en señal de reconocimiento -eso sí, con las manos bien encadenadas- y qué reconocimiento… En cuanto supo que entre los presentes se encontraba Machín de Munguía, (aquel que le dio tantos dolores de cabeza y le había puesto en ridículo ante toda la marina turca) mandó que le cortaran la cabeza.
También ordenó que le trajeran la cabeza de Sarmiento, e incluso ofreció recompensa, pero por más que buscaron, no dieron con el cadáver del maestre. Se dice que sus propios hombres, por si las moscas, ya exhaustos, tomaron tres cadáveres y les hicieron las mismas marcas de batalla que tenía el viejo Sarmiento.
Garci Méndez corrió distinta suerte, fue protegido y respetado por Barbarroja, quien sabía muy bien de todas sus hazañas. Él y parte de los oficiales fueron llevados por el corsario hasta Estambul –los demás terminaron sus días remando en las galeras otomanas-, donde fueron presentados ante el sultán Solimán el Magnífico como trofeo de guerra. Un puñado de presos quizás difuminara que la empresa había costado el precio de más de veinticinco mil vidas.
Desde el palacio del sultán, los españoles fueron llevados a la Torre del Mar Negro, donde estuvieron encerrados unos tres años, pasarían por la Torre Gálata y finalmente terminarían en Besiktas a petición de Barbarroja, pues allí tenía su palacio y su mezquita. Hacia 1545, su hijo Hasan fue nombrado rey de Argel. Para el viaje preparó una gran flota que lo escoltaría hasta la costa africana, y precisamente en una de las galeras había unos veinticinco españoles hechos cautivos por su padre en Castelnuovo.
No sé si fue la bravura innata de todo tercio o es que habían perdido la cabeza, pero aquellos sucios y ennegrecidos españoles que ahora pasaban por marineros dieron un golpe de mano. Por la noche ejecutaron a toda la tripulación de la galera y zarparon dejando atrás aquella tierra infiel. Muchos tumbos y muchas vueltas dieron por todo el Mediterráneo, pero por fortuna y gracia de Dios, llegaron a Sicilia en poco menos de un mes.
La gente ya no los recordaba, Castelnuovo había quedado atrás y los muertos, por desgracia callaban. Pero aquellos veinticinco hombres, no olvidaban y puedo asegurar que recorrieron taberna tras taberna narrando los veintidós días que duró el asedio, la bravura del maestre Francisco Sarmiento y la sangre que sus hermanos habían derramado con mucho celo en nombre del emperador.