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Carta del obispo destinada a mañegos, lagarteros y villamelanos

01 marzo 2017

Con la llegada de la Ilustración, la razón logró hacerse camino tímidamente entre una sociedad infinitamente devota, iniciándose así un largo proceso de divergencia entre el Estado y el clero...

Con la llegada de la Ilustración, la razón logró hacerse camino tímidamente entre una sociedad infinitamente devota, iniciándose así un largo proceso de divergencia entre el Estado y el clero. La concepción utilitarista que los reformistas (ilustrados primero, y liberales después) trataron de establecer a toda costa, pasaba por la necesaria desaparición de un grupo social que, según ellos, poco o nada contribuía al Estado: el clero regular. A partir del año 1834 se produjo la supresión definitiva de los privilegios del clero: los religiosos redujeron su número drásticamente, se convirtieron en exclaustrados, y sus conventos y rentas pasaron a ser bienes nacionales. Tras la muerte de Fernando VII, tuvo lugar un acercamiento entre los liberales y los partidarios de una heredera al trono aún menor de edad, Isabel II. El estallido de la primera guerra carlista, acompañado de su ideología conservadora y católica a ultranza, puso de manifiesto la cardinal colaboración del clero con los carlistas. A partir de este momento, comenzarán una serie de importantes revueltas y una sucesión de peligrosos motines en contra de un clero traidor que se había vendido a la causa carlista.

En el año 1837 la guerra ya estaba prácticamente decidida a favor de los liberales, se promulgó la nueva Constitución, y los resentimientos y conflictos por la reciente desamortización eclesiástica, vivida a penas hacía un año, comenzaron a aflorar en la Sierra de Gata, descifrándose éstos como un vaporoso recuerdo de los motines antieclesiásticos que tuvieron lugar un par de años antes en grandes ciudades de España. En noviembre del 1837, el obispo de Cinna, electo de Ciudad Rodrigo, se lamentaba en una carta dirigida a los párrocos de su diócesis por las revueltas que habían sobrevenido a los municipios de San Martín de Trevejo, Eljas, Villamiel y Trevejo.

Con desconfianza y preocupación, observaba desde hacía un tiempo el obispo electo de Ciudad Rodrigo los horrores y calamidades que el clero sufría en otros puntos del país, temiendo que la desgracia de los motines sacudiese a su diócesis. Finalmente, las revueltas llegaron a la Sierra de Gata: las campiñas quedaron asoladas, fueron incendiados los albergues del fatigado labrador y robados los frutos de sus afanes, se profanaron los templos con hurtos, asesinatos y violencias… desdichas acontecidas que los mañegos, lagarteros y villamelanos vivieron por aquel entonces y que hubieron de pagar como reclamo de la libertad: libertad de tierras, libertad de pensamiento. El obispo, quien en su carta definía a los insurrectos como “blasfemos y vándalos vomitados del averno para la ruina de la moralidad cristiana”, propuso como solución a la aberración acontecida que una vez pasados todos los disturbios, se hostigase a los lobos ataviados con vestiduras de ovejas que todavía quedaban en estas localidades. Para ello, los párrocos debían hacer conocer a los sencillos feligreses, durante los ofertorios de la misa popular, las brutalidades cometidas y lo erróneo del pensamiento de estos perpetradores, con el fin de exhortar a los fieles a no separarse de la doctrina cristiana y a que jamás se mezclasen con la rebelión.

Se deduce de aquí, un claro ejemplo de la fuerza que en ocasiones tiene la mano airada de los revolucionarios, de la fuerte proyección que la política urbana ejerce sobre el ámbito rural, y de la extensión de los movimientos sociales por todos los ámbitos geográficos independientemente de lo abrupto de la orografía.

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