Extremadura está acostumbrada a mirar al cielo. Un cielo puro, silencioso, vivo, que cada noche se enciende para recordarnos que todavía quedan lugares donde la Vía Láctea late como una promesa. Por eso duele tanto ver cómo este verano, el fuego ha teñido de rojo lo que debería haber sido azul y negro. Desde Jarilla —convertida en triste símbolo de la lucha contra las llamas— hasta otros rincones del oeste peninsular, los incendios nos han recordado que lo que arde no es solo paisaje: también se quema el horizonte, el silencio, el derecho...
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