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EL CID, AQUEL BUEN VASALLO. I

05 julio 2017

EL CID, AQUEL BUEN VASALLO. I

Que en España tendemos a romantizar a todos nuestros grandes personajes no es nada nuevo, y es que parece que nos gusta elevarlos a la categoría de Hércules...

Que en España tendemos a romantizar a todos nuestros grandes personajes no es nada nuevo, y es que parece que nos gusta elevarlos a la categoría de Hércules, no nos basta con admirar a la persona, tenemos que dotarla de cualidades sobrehumanas, hacer de su vida una verdadera Odisea y elevar al sujeto a los más altos podios del Olimpo. Juglares y trovadores se encargaron de dejarnos historias inimaginables, gloriosas leyendas que en ningún otro lugar del mundo podrían gestarse de la misma manera. Y eso mismo pasó con el protagonista que vengo a traerles hoy, su nombre, Rodrigo Díaz de Vivar, ustedes lo conocerán mejor por su seudónimo, ¨El Cid Campeador¨.

Nos encontramos a mediados del S.XI, gobernaba por aquel entonces en el Reino de León y en el Condado de Castilla, Fernando I el Magno, hombre justo y de convicciones nobles, (así lo describirían sus cronistas). La Reconquista está parada en estos momentos, pues el rey se encontraba en guerra contra el soberano de Navarra, su hermano García III. La causa había sido ¨una tontería¨, al parecer, García envidiaba profundamente a su Fernando y pretendía acabar con él para arrebatarle el trono, por lo que urdió una sagaz estratagema, fingió enfermar de gravedad, ante lo que Fernando corrió a visitarlo, pero éste, conocedor de los celos de García, desconfió desde el primer momento y tan pronto como pudo corrió a socorrerse a su reino por miedo de caer prisionero. Ya a salvo, Fernando copió la idea de su torpe hermano, y esta vez con verdadero éxito, pues logró encerrarlo en las mazmorras de palacio. Pero esto no acaba aquí, porque finalmente, el ¨poco coco¨ de García logró escapar, y para quitarse aquel mal sabor de boca, tuvo la brillante idea de plantar cara a su fraternal carcelero, así que solicitando tropas de los reinos taifas musulmanes y reuniendo todas sus mesnadas se dispuso para escarmentar a su hermano.

Y en estas enternecedoras disputas fraternales destacó un hombre al servicio del rey Fernando I, Diego Láinez, hijo del Conde de León. Un segundón que se buscó la fama como tantos otros a base de tirar de acero y agallas. Mas, Diego lo tuvo aun peor, pues su familia se levantó tiempo atrás contra el rey, luego todos sus miembros (incluido el), habían caído en desgracia, y si quería devolver el honor a su linaje y granjearse un porvenir, no podía hacer otra cosa que dar hasta la última gota de sangre por su monarca. De esta manera, consiguió su redención a medias, pues si bien se había ganado el respeto y admiración de Fernando, no conseguía por ninguno de los medios entrar en la Corte del rey.

Durante la guerra contra Navarra, Sancha, la mujer de Diego había dado a luz a 3 hijos: Rodrigo, Bernardo y Fernán. De entre todos, Rodrigo siempre despuntó por encima de los demás. Ruy (como lo llamaban sus conocidos) sorprendía por su sentido del deber y obediencia, valores inculcados desde la cuna por su padre. Pero también le enseñó a no doblegarse jamás ante nadie y a cuidarse de mantener bien limpio su honor y el de su familia, cosa que bien caro le había costado pulir al pobre de Diego. Y es que esto último no era ninguna tontería, pues gracias a ello, el rey permitió a Rodrigo criarse en la Corte, formando parte del séquito del infante Don Sancho.
Con Sancho, Ruy hará muy buenas migas, digamos que llevó el afecto de aquella amistad hasta sus últimas consecuencias. Más compañeros de armas que de libros, los dos supieron compensarse y ayudar el uno al otro en los momentos de más flaqueza. Y con tan buen son, el rey comenzó a tener gran estima por Rodrigo, aquel joven fue muy importante para él, en el fondo simbolizaba el perdón y reconocimiento definitivo que siempre quiso brindar al padre de éste.

El tiempo pasó y aquel joven mozo que al principio esgrimía tímidamente un pequeño puñal, ahora era un joven fuerte y aguerrido, capaz de sostener con férreo pulso el acero de una respetable espada. Pero para ser más sinceros, Rodrigo comprendió que era todo un hombre en el momento en que Sancho lo nombró caballero en la Iglesia de Santiago (Zamora). Ante la vista de todos, el príncipe le ayudó a ponerse las espuelas y le ciñó la espada, seguidamente, en un acto mucho más simbólico, le hizo prestar juramento, finalizando con un delicado beso en la boca –no se escandalicen por lo de las espuelas, tan solo era el protocolo de la época-.
A los pocos días de haber sido nombrado caballero, Rodrigo hubo de tomar las armas y partir a la batalla junto al príncipe Sancho. Aragón había atacado al Reino Taifa de Zaragoza, vasallo de León y Castilla, por lo que sus protectores debían cumplir las exigencias feudales, de modo que tan pronto como pudieron, los leoneses corrieron en socorro de sus vecinos. ¿Cristianos contra cristianos en la Reconquista? ¿Musulmanes confraternizando con el infiel? Ya sé que no se sorprenden, seguro que sabían que era lo más común.

Y aquí nos encontramos, en el año 1063, los ejércitos estaban bien dispuestos y plantados sobre el campo de batalla de Graus, reinaba una inquietante calma que precedería a una terrible carnicería, Rodrigo intuía algo, pues su buen padre ya le había hablado numerosas veces de aquella escalofriante situación. El joven muchacho acariciaba a Babieca, su robusto caballo parecía impacientarse por saltar a la acción, apretaba con rigidez las riendas, pero a duras penas podía retenerlo. De pronto, un cuerno sonó rompiendo el silencio, el príncipe Sancho y el rey moro Al-Muqtadir de Zaragoza gritaron encomendándose a sus respectivas deidades y espoleando con tesón a los caballos, encabezando la carga contra el ejército aragonés. Rodrigo los seguía de cerca, a su izquierda tenía a Sancho y a su derecha estaba lo más distinguido de la nobleza zaragozana, todos cabalgaban rabiosamente en dirección a sus enemigos, buscaban una carga rápida y devastadora. Las herraduras golpeaban fuertemente contra el suelo al unísono, el terreno vibraba con fuerza. De pronto, el relinchar de los caballos se mezcló con chillidos desgarradores de los soldados, el olor a sangre reforzado por el tufo del sudor y el acero impregnaron el ambiente, la impresión abofeteó a Rodrigo. Se detuvo un segundo, oró para sus adentros y volvió a hincar con furia sus espuelas en el costado de Babieca, la situación no podía hacerle dudar, debía olvidar tanta estupidez y volver a su cometido. Y espada en mano, se dedicó a despachar a todos cuantos podía: asestaba un tajo aquí y allá; se volvía, atizaba un puñetazo al que le cogía más próximo y seguidamente lo degollaba… Había entrado en trance. Su actuación daba aliento a los suyos para seguir, pero paralelamente creaba una terrible escena para sus enemigos, que observaban atónitos como aquel joven descabalgaba incluso a los caballeros más veteranos.
Ante tanta estupefacción, un soldado árabe logró penetrar en el campamento aragonés y de un lanzazo en la mismísima geta, mandó al otro mundo al rey Ramiro. La batalla daba por finalizada. Y tras ella, los hombres colmaron de halagos y hurras a Rodrigo, quien modestamente respondía a tantos agasajos sonriendo y haciendo gestos en señal de agradecimiento, no se daba cuenta de cómo poco a poco su leyenda se iba gestando.

A su vuelta a Castilla, Rodrigo esperaba poder pedir matrimonio a su amada Jimena -una bella dama de muy buena familia, por la que bebía los vientos desde hacía mucho tiempo- pero la fortuna no le tenía reservado un buen futuro al joven de Vivar por el momento. El padre de la muchacha, el Conde de Oviedo, había ofendido el honor del anciano Diego, desde siempre había envidiado el bravo pasado del progenitor de Rodrigo y ante los últimos rumores de la valía del joven, el hervir de sus celos terminó por cocer varias bofetadas en el rostro de Diego. Rodrigo, conocedor de la afrenta, no lo pensó dos veces, y tomando la espada de su padre, hizo valer las leyes de honor castellanas, de modo que exigió un duelo al infame Conde para limpiar el nombre de su padre.

Ambos se tenían de frente, dispuestos para la pelea. Desenvainaron con cuidado las espadas y se colocaron en guardia. El Conde dio el primer pasó, tiró de insultos y desprecios contra su joven contrincante, esperando una reacción de novato por parte de él, pero Rodrigo, lejos de inquietarse, aguantaba astutamente todas las sandeces que salían de la boca de aquel mentecato, permanecía inmóvil, mirando fijamente el acero de su contrario, analizando cada paso, cada movimiento… En un abrir y cerrar de ojos el Conde asestó un mandoble contra Rodrigo, éste logró reaccionar con agilidad, paró el golpe, y tan pronto como se quitó el acero de encima, le lanzó una patada en la boca del estómago que lo dejó ¨tieso¨ y seguidamente le metió un cuarto de hoja en las mismas tripas, poniendo a aquel insolente en manos de Dios. Así murió, de tan perra manera, con las vísceras en las manos, desangrándose y echando algo más que bilis por la boca.

El honor de su padre quedaba bien limpio, mas, la relación con Jimena se enturbió, aunque tirando de inteligencia como de costumbre, y habiendo recibido el perdón del rey Fernando, solicitó al monarca la mano de la joven para reparar el daño causado. El soberano accedió y Jimena entre dolor y felicidad, tomó por esposo al que sería el amor de su vida.

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